Senderos de papel (Cap. III)

El mundo a sus pies

      ―Hola mamá, no sé si voy a poder hablar mucho contigo, es que estoy en una cafetería y he quedado para tomar café con Israel. No me apetece que siempre se trague nuestras conversaciones.
      ―Hola hija, parece que nunca doy con el momento acertado ¡Mira que eres arisca! Cuando no estás en el trabajo, es que no estás sola...
      ―Lo siento, ya sabes que soy un poco brusca pero es que la vida aquí es mucho más ajetreada que allí. Aquí se vive con un cronómetro insertado en la cabeza.
      ―¡Qué tonterías tienes Adela! ¿Y qué tal en la oficina, que nunca me quieres contar nada?
      ―Todo bien mamá. No te cuento nada para no aburrirte. Allí como siempre, todo el día de papeleos, llamadas... ¡Es un no parar! ¿Y por allí qué tal?
      ―Todos bien. La abuela te manda un beso. Y dice que te cortes un poco el pelo, que cuando estuviste aquí te vio más flaca y con el pelo tan largo ni se te ve la cara. Tu prima dice que la próxima vez que vengas, se va contigo unos días y te hace compañía.
      ―Ya le dije que eso no va a poder ser. Dejé el apartamento y vivo en otro con más gente, somos cuatro personas viviendo en un piso de tres dormitorios ―pensó que con su prima allí, le resultaría imposible seguir manteniendo la farsa sobre su trabajo―. Además yo casi no paro en casa, estaría sola todo el día.
      ―Pues que duerma contigo. Total por unos días, hija, y con la ilusión que le hace ir a verte. Habla con esa gente, que ya verás cómo no les importa, y te mando con ella unos dulces caseros para tus compañeras de piso.

      ―Bueno, ya veremos...
      ―¿Y qué tal con Israel? Cuéntame más cosas de él. ¿Conoces ya a su familia?
      ―Mamá, no te hagas ilusiones con él, ya te dije que no es mi tipo.
      ―¡Hija, mira que eres exigente! Pues ¿No decías que era muy guapo y muy buena persona? Y con todo lo que te está ayudando... te cuida, te acompaña a todas partes...
       ―¡Señorita, un café por favor! ―Le interrumpió un cliente de la cafetería.
       ―Enseguida ―le contestó Adela, tapando el teléfono móvil con la otra mano.
     ―Mamá, siempre estás con lo mismo. Somos muy buenos amigos y nunca podré agradecerle, lo suficiente, todo lo que hace por mí. Pero es músico, y no es el tipo de hombre con el que quiero acabar.
      ―Tú verás hija. Yo no digo nada que luego te enfadas. Pero a la gente no hay que juzgarla por la fachada.
      ― No me tires de la lengua, mamá, que hoy me he levantado de muy buen humor y no me apetece entrar en el debate de siempre.

      Mientras hablaba por el móvil, le sirvió el café al cliente. Se había sentado en una mesa de la entrada, quizá esperando una corriente inexistente de aire. La cafetería estaba casi vacía. Era un día muy caluroso de finales de agosto. En la solitaria calle se escuchaba el murmullo de los insectos agazapados bajo la sombra de las plantas de los jardines. Dentro de las casas, tan sólo se oía el rumor de los aparatos de aire acondicionado. Era la calma de las horas de siesta.

      Cuando colgó el teléfono, encendió la radio. El señor de la mesa de la entrada, le agradeció el gesto con la mirada. Ella intentó olvidar la conversación con su madre. Se había levantado esa mañana con ganas de gritar de felicidad. Por primera vez en un año, podía sentir el mundo a sus pies y no quería permitirse que nada, ni nadie, le estropearan ese momento. Seguía mintiendo a su madre, pero sentía que cada vez menos.

      Por fin había terminado su turno de trabajo. Mientras paseaba por la calle, camino de su casa, se encontró a Israel que había venido a buscarla. Adela le recibió con una sonrisa de oreja a oreja y le dio un fuerte abrazo acompañado de un impetuoso beso en la mejilla.
      ―Me encanta tu sonrisa ¿La traías de serie o te la he provocado?
      ―Las dos cosas. Estoy muy feliz y tengo algo que contarte. Te iba a llamar, por eso me he alegrado tanto al verte.
      ―Pues vamos a tomar una cerveza ¿no? ―le propuso Israel tirando de su mano hacía una cafetería que había a su paso.
      ―No puedo, tengo prisa. Acompáñame a casa y te lo voy contando. Si no tienes nada que hacer, claro.
      ―Nada, nada, te acompaño ―contestó él, mientras seguían caminando.
      ―¿Recuerdas el chico ese del que te hablé la semana pasada, Marcos?
      ―¿El simpático hombre de la gasolinera? ¿El caballero andante que se dejó su preciado móvil olvidado en el mostrador, y que cuando llamó para recuperarlo conquistó a la damisela en peligro, entregando toda su más fina y enigmática verborrea a modo de artillería?...
      ―¡Ay hijo! Lo dices de una forma tan ridícula y con un tonito... que cualquiera diría que te molesta.
      ―Venga, sí, perdona... Es que... hoy no me ha tocado a mí el día feliz.
      ―¿Te pasa algo?
      ―No, tranquila, cuenta lo tuyo, son tonterías mías.
      ―No, de verdad, cuéntame lo que te ocurre. Eres como un libro cerrado y en todo este tiempo, desde que nos conocemos, no he sabido nada de tu vida ¿Quién eres?
     ―Soy Israel ―le contestó, haciendo una reverencia como si acabaran de presentarse en otra época.
     ―Sí, eso es lo único que sé de ti: Israel, apasionado violinista, huérfano de madre, tiene un misterioso padre del que nunca habla, no tiene hermanos, comparte piso en Ríos Rosas. Amén.
      ―¿Quieres hacer el favor de empezar a contarme la historia de Marcos el magnífico? Estamos llegando a tu casa y aún no has empezado.
      ―Pues nada, que después de hablar con Marcos ese día, al final no pudo venir a recoger su móvil el domingo porque volvía de viaje y se le hizo tarde. Entonces se pasó el lunes pensando que me encontraría allí, y se lo entregó mi compañero. Así que le pidió mi número de teléfono para darme las gracias...
      ―Y de las gracias ha pasado a la cita directa ―le interrumpió Israel, sin dejar que terminase ella su explicación.
      ―Sí, pero déjame que te lo cuente con detalles, tampoco es que sea una cita... bueno quizá sí...

       La mirada resplandeciente de Adela, contrastaba con el frío semblante que había adoptado Israel. Algo en su interior se había removido y lo que sentía no le estaba gustando.

      Después de dejar a Adela, se fue directo a su casa. Sus compañeros reían en el salón mientras miraban la televisión. Les saludó con un gesto de cabeza y se metió en su cuarto. Sólo quería hundirse en su cama, dormir y no pensar en nada, sobre todo no quería pensar en Adela.

      Cuando la conoció, advirtió que ese día sería un punto de inflexión en su vida. Fue algo parecido a lo que sintió cuando su madre se marchó, pero totalmente opuesto. Su vida, al morir su madre, se dividió en dos partes, el antes y el después. El después lo odiaba, estaba vacío, no había palabras de cariño, no había abrazos, ni besos, ni sonrisas; era como si hubiese saltado por un precipicio y aterrizado en otra ciudad gris e insólita. Cuando vio a Adela paseando sin rumbo, como perdida, disfrutando de su música con los ojos cerrados, o mirándole fijamente bajo su paraguas; presintió otro después. Un después incierto, tierno, misterioso, triste y a la vez alegre. Su vida comenzó a abrirse a su paso, con cada abrazo de ella, con cada sonrisa, con cada momento compartido. Volvió a sentir el mundo a sus pies.

      Esta noche está experimentando que ese precioso mundo ha salido rodando como la pelota de un niño pequeño. Y corre detrás de ella, pero sus pasos y sus manos son torpes, y cuando se para y se agacha para cogerla, ella sigue rodando y tiene que incorporarse e ir tras ella de nuevo. Sólo lo consigue cuando la pelota choca contra algo o alguien la detiene, y se la entrega en sus manos. Y eso precisamente es lo que Israel necesita, que ella recoja su mundo con las manos y se lo devuelva.

Comentarios

  1. Anónimo28/9/10

    preciosa metáfora la de la pelota, me ha encantado ;)

    ResponderEliminar
  2. Gracias señor anónimo ;)

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

¿Por qué el cartero siempre llama a mi casa?

Relación entre la web de cita previa del DNI y una partida de Mario Bros

El niño que perdió su sombra