Senderos de papel (Cap. II)
Leer antes: Senderos de papel I
La chica de los ojos cerrados
Tres pequeñas gotas de agua aterrizaron en la mano que sujetaba el arco de su violín, formando parte del preludio que abordaría a aquella tarde de frío invierno. Se había formado un pequeño grupo de gente a su alrededor. Mientras tocaba el primer movimiento del otoño, del gran maestro Vivaldi, un señor con un sombrero negro y bastón, se acercó y depositó unas monedas, con tan mala suerte que dos de ellas rodaron fuera de la funda del violín que el músico había colocado a modo de arca. El desconocido echó un vistazo a su alrededor, y al no ver el paradero de las monedas, hizo un gesto al músico de resignación, a lo que el músico contestó con un guiño y una enorme sonrisa.
Él sí tenía perfectamente localizadas las monedas. Habían ido a parar a los pies de una joven que llevaba más de quince minutos escuchando su música. La había visto varias veces pasar delante con un paraguas rojo colgado del brazo y un abrigo marrón. Paseaba sin rumbo fijo, iba y venía, y se paraba en el estanque a observar las barcas con la mirada perdida. En algún momento la vio sonreír a un niño que pasó por su lado. Cuando se acercó a su escenario, delante de él pero en segunda fila, y dio comienzo el espectáculo musical, ella cerró los ojos y se deleitó con cada una de las notas que salían de aquella melodía cautivadora. Imaginó que tocaba para ella, sin saber que él así lo hacía.
Llevaba casi un mes usando ese pequeño rincón del parque del Retiro para expresar sus emociones. Su instrumento preferido era el violín y la música que de él salía era su
vida, y en este último mes, su sustento. Su historia había dado un giro radical con la muerte de su madre. Ella era la única que entendía y apoyaba su pasión. Su padre, propietario de una empresa de publicidad, le exigía que estudiase para seguir sus pasos. ―La música no es una profesión para ganadores ―le decía cada vez que salía el tema. Le permitió estudiar música en un centro privado, con la ayuda y el poder de convicción de la madre, y con la condición de que se matriculase y estudiase una carrera orientada a tomar, algún día, las riendas de la empresa familiar. Los dos cumplieron su palabra. Se matriculó en publicidad y relaciones públicas y cuando terminó sus estudios, trabajó dos años bajo las órdenes de su padre. Al fallecer su madre se fue formando un muro entre los dos. Ella era el cordón umbilical que unía sus diferencias. Cuando el muro fue tan alto que se perdieron de vista, decidió independizarse.
La chica de los ojos cerrados, había despertado de su ensueño. Se agachó a hacer algo parecido a abrocharse el zapato o colocarse el bajo del pantalón, pero no efectuó ninguna de estas maniobras. Cogió sigilosamente las dos monedas que habían caído a su lado, y con un movimiento natural, se las metió en el bolsillo derecho de su abrigo. Su admirador secreto, que seguía con su música, esbozó una mueca a modo de sonrisa, que ninguno de los presentes percibió.
Un azote de abundantes y finas gotas de lluvia, causó una estampida entre los asistentes del improvisado concierto. La chica de los ojos cerrados no había desaparecido con ellos, le observaba en silencio bajo su paraguas rojo.
―Toma, son tuyas, se habían caído a mi lado ―le dijo, alargando la mano y entregándole las monedas.
―Si me acercas con tu paraguas a una cafetería que hay aquí al lado, te las regalo.
―¿Dos euros por hacerte de tejado móvil? Es el trabajo mejor remunerado que he encontrado hasta el momento.
―¿Las monedas eran de euro? Te habías llevado la recaudación del mejor cliente que he tenido en un mes.
―Sí, pero se quedó sólo en una tentación.
―Mi nombre es Israel.
―El mío Adela.
―¿Te apetece un café?
―¿Se puede patentar este negocio? ¡Incluye hasta café!
―Tu acento no es de por aquí ―le comentó él, mientras caminaban debajo del paraguas.
―Soy de un pueblo de Toledo. Llevo unos cuantos meses viviendo en Madrid, aunque se me está resistiendo la supervivencia.
Cuando llegaron a la cafetería, el local estaba abarrotado de gente. Encontraron una mesa libre al fondo, al lado de un gran ventanal.
―Dos cafés con leche, por favor ―pidió Israel al camarero.
―El mío descafeinado, por favor ―corrigió ella al instante.
―¿A qué te dedicas?
―Trabajo los fines de semana en una gasolinera. No tengo ninguna experiencia laboral y me cierran todas las puertas. ¿Tú sólo trabajas de músico, es un trabajo rentable?
―¡Me estás recordando a mi padre! Muy rentable no es, pero es lo que me gusta hacer, y disfruto, sobre todo cuando veo a la gente deleitarse mientras me escucha, es como si les estuviese entregando parte de mi alma y ellos parte de la suya. No sé explicarlo con palabras, es muy difícil.
―Sé exactamente lo que quieres decir. Antes, cuando estaba escuchándote, sentía tu música tan dentro que creía que tocabas sólo para mí. Haces una música preciosa.
―Bueno, ahí tengo que quitarme algunos méritos. Ninguna de esas piezas era mía. Tengo mi propia música, pero aún no me siento preparado para mostrarla. Y sí, estaba tocando sólo para ti.
Se produjo un silencio incómodo. Tardaron varios segundos y sorbos de café en romperlo.
―¿Dónde vives?
―En un apartamento, por el barrio de Lavapiés. Es minúsculo. No me quedaré allí mucho tiempo, he decidido marcharme a casa ¡Me rindo, la ciudad a podido conmigo, he sido derrotada! ―exclamó, poniendo un tono de voz exagerado, levantando el brazo y agitando una servilleta en la mano, en plan vencida.
―No exageres mujer, siempre hay una solución antes que tirar la toalla. Te propongo una cosa. Mi recaudación de hoy la comparto contigo.
―No, eso no puedo aceptarlo.
―Has estado escuchando casi el mismo tiempo que yo tocando. Me has servido de inspiración, de reclamo para que otros imitasen tu posición ante el escenario, realmente has sido como mi recaudadora.
―Eres muy amable, pero esto no soluciona mis problemas. Ya no me quedan ahorros para pagar el alquiler. Este mes se está costeando con la fianza, y en cuanto me paguen el sueldo en la gasolinera recojo mis cosas y me marcho.
―¿Cuánto tiempo queda para llegar a ese punto?
―Dos semanas, al finalizar el mes me voy.
―Tiempo suficiente. Para empezar, yo vivo en un piso compartido, pago seguramente por mi habitación la mitad de lo que estás pagando tú por tu apartamento. Conmigo no puedes quedarte, porque no hay sitio, pero podemos buscar algo parecido.
―No sé...
Fuera de la cafetería la calle seguía mojada aunque había parado de llover. La gente paseaba despojada del paraguas. Dentro de la cafetería llovían palabras.
Él sí tenía perfectamente localizadas las monedas. Habían ido a parar a los pies de una joven que llevaba más de quince minutos escuchando su música. La había visto varias veces pasar delante con un paraguas rojo colgado del brazo y un abrigo marrón. Paseaba sin rumbo fijo, iba y venía, y se paraba en el estanque a observar las barcas con la mirada perdida. En algún momento la vio sonreír a un niño que pasó por su lado. Cuando se acercó a su escenario, delante de él pero en segunda fila, y dio comienzo el espectáculo musical, ella cerró los ojos y se deleitó con cada una de las notas que salían de aquella melodía cautivadora. Imaginó que tocaba para ella, sin saber que él así lo hacía.
Llevaba casi un mes usando ese pequeño rincón del parque del Retiro para expresar sus emociones. Su instrumento preferido era el violín y la música que de él salía era su
vida, y en este último mes, su sustento. Su historia había dado un giro radical con la muerte de su madre. Ella era la única que entendía y apoyaba su pasión. Su padre, propietario de una empresa de publicidad, le exigía que estudiase para seguir sus pasos. ―La música no es una profesión para ganadores ―le decía cada vez que salía el tema. Le permitió estudiar música en un centro privado, con la ayuda y el poder de convicción de la madre, y con la condición de que se matriculase y estudiase una carrera orientada a tomar, algún día, las riendas de la empresa familiar. Los dos cumplieron su palabra. Se matriculó en publicidad y relaciones públicas y cuando terminó sus estudios, trabajó dos años bajo las órdenes de su padre. Al fallecer su madre se fue formando un muro entre los dos. Ella era el cordón umbilical que unía sus diferencias. Cuando el muro fue tan alto que se perdieron de vista, decidió independizarse.
La chica de los ojos cerrados, había despertado de su ensueño. Se agachó a hacer algo parecido a abrocharse el zapato o colocarse el bajo del pantalón, pero no efectuó ninguna de estas maniobras. Cogió sigilosamente las dos monedas que habían caído a su lado, y con un movimiento natural, se las metió en el bolsillo derecho de su abrigo. Su admirador secreto, que seguía con su música, esbozó una mueca a modo de sonrisa, que ninguno de los presentes percibió.
Un azote de abundantes y finas gotas de lluvia, causó una estampida entre los asistentes del improvisado concierto. La chica de los ojos cerrados no había desaparecido con ellos, le observaba en silencio bajo su paraguas rojo.
―Toma, son tuyas, se habían caído a mi lado ―le dijo, alargando la mano y entregándole las monedas.
―Si me acercas con tu paraguas a una cafetería que hay aquí al lado, te las regalo.
―¿Dos euros por hacerte de tejado móvil? Es el trabajo mejor remunerado que he encontrado hasta el momento.
―¿Las monedas eran de euro? Te habías llevado la recaudación del mejor cliente que he tenido en un mes.
―Sí, pero se quedó sólo en una tentación.
―Mi nombre es Israel.
―El mío Adela.
―¿Te apetece un café?
―¿Se puede patentar este negocio? ¡Incluye hasta café!
―Tu acento no es de por aquí ―le comentó él, mientras caminaban debajo del paraguas.
―Soy de un pueblo de Toledo. Llevo unos cuantos meses viviendo en Madrid, aunque se me está resistiendo la supervivencia.
Cuando llegaron a la cafetería, el local estaba abarrotado de gente. Encontraron una mesa libre al fondo, al lado de un gran ventanal.
―Dos cafés con leche, por favor ―pidió Israel al camarero.
―El mío descafeinado, por favor ―corrigió ella al instante.
―¿A qué te dedicas?
―Trabajo los fines de semana en una gasolinera. No tengo ninguna experiencia laboral y me cierran todas las puertas. ¿Tú sólo trabajas de músico, es un trabajo rentable?
―¡Me estás recordando a mi padre! Muy rentable no es, pero es lo que me gusta hacer, y disfruto, sobre todo cuando veo a la gente deleitarse mientras me escucha, es como si les estuviese entregando parte de mi alma y ellos parte de la suya. No sé explicarlo con palabras, es muy difícil.
―Sé exactamente lo que quieres decir. Antes, cuando estaba escuchándote, sentía tu música tan dentro que creía que tocabas sólo para mí. Haces una música preciosa.
―Bueno, ahí tengo que quitarme algunos méritos. Ninguna de esas piezas era mía. Tengo mi propia música, pero aún no me siento preparado para mostrarla. Y sí, estaba tocando sólo para ti.
Se produjo un silencio incómodo. Tardaron varios segundos y sorbos de café en romperlo.
―¿Dónde vives?
―En un apartamento, por el barrio de Lavapiés. Es minúsculo. No me quedaré allí mucho tiempo, he decidido marcharme a casa ¡Me rindo, la ciudad a podido conmigo, he sido derrotada! ―exclamó, poniendo un tono de voz exagerado, levantando el brazo y agitando una servilleta en la mano, en plan vencida.
―No exageres mujer, siempre hay una solución antes que tirar la toalla. Te propongo una cosa. Mi recaudación de hoy la comparto contigo.
―No, eso no puedo aceptarlo.
―Has estado escuchando casi el mismo tiempo que yo tocando. Me has servido de inspiración, de reclamo para que otros imitasen tu posición ante el escenario, realmente has sido como mi recaudadora.
―Eres muy amable, pero esto no soluciona mis problemas. Ya no me quedan ahorros para pagar el alquiler. Este mes se está costeando con la fianza, y en cuanto me paguen el sueldo en la gasolinera recojo mis cosas y me marcho.
―¿Cuánto tiempo queda para llegar a ese punto?
―Dos semanas, al finalizar el mes me voy.
―Tiempo suficiente. Para empezar, yo vivo en un piso compartido, pago seguramente por mi habitación la mitad de lo que estás pagando tú por tu apartamento. Conmigo no puedes quedarte, porque no hay sitio, pero podemos buscar algo parecido.
―No sé...
Fuera de la cafetería la calle seguía mojada aunque había parado de llover. La gente paseaba despojada del paraguas. Dentro de la cafetería llovían palabras.
(Inspirado en la imagen del violinista)
Ya deseo leer la III parte!
ResponderEliminarVoy por el VI, ya los iré publicando. Espero que los siguientes capítulos te sigan enganchando. Un saludo.
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