Donde mueren las mariposas
Permanecía sentada al lado de su cama desde hacía más de una semana. A menudo le hablaba y le contaba momentos de su vida juntos. Otros, simplemente callaba y le observaba, escuchando el leve ruido del respirador y el monitor. Esos sonidos eran como una especie de cantinela, un murmullo de su interior. Al principio ese rumor la atormentaba. Era el sonido del sufrimiento, del dolor. El recuerdo del momento que, por un descuido que tuvo el conductor del coche que le adelantaba, hizo que el de Rubén saliese despedido de la calzada. Era el sonido de la soledad y el desamparo; pero también de la permanencia y de la esperanza.
Recuerdo una vez, cuando era pequeña, que llegó a casa con una caja de zapatos llena de gusanos de seda. Eran minúsculos y raquíticos. Todos los días se iba en busca de hojas de morera, con su caja a cuestas. Allí donde iba ella, se llevaba sus gusanos. Los sacaba de la caja, se los ponía en la mano, los colocaba en fila... Alguna vez la encontré con el brazo lleno de gusanos. «¡Son pulseras vivientes, mamá, mira!», me decía.
Poco a poco, cada gusano fue haciendo su capullo. Le expliqué que de ahí se sacaba la seda, y ella se quedó maravillada. Dijo que eran los animalillos más fantásticos del mundo. No le conté que cuando se abriera el capullo, el gusano se habría convertido en mariposa, quise mantener la emoción para que se llevase una grata sorpresa.
El día que abrió la caja y se encontró tres mariposas revoloteando, tiró la caja por los aires y se puso a gritar como una loca. Por más que lo intenté, no supe cómo consolarla. Me sentí culpable por no haberla advertido, olvidé que quizá era demasiado pequeña. Dijo que odiaba a las mariposas, que eran insectos asquerosos con alas y se habían comido a sus gusanos. Más tarde comprendería la verdad, y nos reiríamos millones de veces recordando esta historia.
Siendo ya una adolescente, observé que todavía les guardaba rencor a las mariposas. Nunca lo admitía, pero era acercarse una, por muy blanca y bonita que fuese, y Marta salía despavorida como si de una avispa se tratase.
Tenía diecisiete años cuando llegó a casa un día, muy eufórica, y me contó que miles de mariposas revoloteaban en su estómago. Rubén, un chico de su clase, era el dueño de todas ellas. El día que Marta le contó a Rubén su efímera historia con los gusanos de seda y su atropellado encuentro con las mariposas, éste, no pudo parar de reír. Al día siguiente, Marta se presentó en casa con una mariposa de papel en la mano, que él le había fabricado. No dejaba de observarla, embobada, parecía como si creyese que en cualquier momento echaría a volar. Quizá ya lo hacía por dentro, en su corazón.
Durante todos estos años, Rubén le ha ido regalando mariposas de papel, casi me atrevería a decir que una por mes, de todos los colores, tamaños y texturas. Más de cincuenta mariposas que ahora reposaban en una caja, en una habitación de hospital, sobre su regazo; esperando a que él despierte y poder retomar su vuelo.
Yo no me atrevía a romper ese silencio, me limitaba a permanecer a su lado, callada. Hay dolores del alma que ni siquiera una madre puede calmar. La mía, discordando con la suya, rebosaba de felicidad. Hubiese querido no sentirme así y compartir más parte de su sufrimiento, pero en mi corazón prevalecía la dicha de no haberla perdido, de que ese trágico día el destino hubiese tenido otros planes para ella y decidiera no subirla en el coche de Rubén.
El día que él despertó, ella se había quedado dormida sentada a su lado, como siempre, con su caja de mariposas en el regazo. Fue la madre de Rubén quien se dio cuenta; nos abrazamos, lloramos, gritamos, llamamos a las enfermeras. Rubén nos observaba como hipnotizado, asustado. Los médicos desalojaron la habitación, querían hacerle un examen.
Quiso el destino ese día, romperle el alma a Marta en mil pedazos. Nunca la había visto tan desolada, ni siquiera cuando le dijeron que había entrado en coma; ahí, al menos, le quedaban esperanzas. Cuando los médicos nos comunicaron el parte, Marta no pudo más, se acercó a Rubén que la miraba fijamente, le dio un beso en los labios, puso la caja en la cama, a su lado, sacó la primera mariposa que le regaló, y posándola en su mano le dijo: «Algún día, a pesar de lo que dicen los médicos, puede que vuelvas a sentir sus alas en tu corazón»
Al salir del hospital, compró un ramo de flores y me pidió que la llevara al lugar del accidente. Le dije que eso no estaba bien, que Rubén no había muerto, tan sólo habían muerto sus recuerdos. «No son para Rubén, mamá, son para las mariposas»
Ironías de la vida, cuando nos bajamos del coche y nos acercábamos al sitio del accidente, mientras yo observaba algunos restos de cristales que se habían quedado olvidados en el suelo, Marta observaba el ramo de flores que llevaba abrazado, con mucha atención. Una mariposa blanca se había posado en una de ellas. Esta vez no se asustó. No gritó. Esta vez sonrió, la contempló y lloró. Quiso el destino, tal vez, devolverle la esperanza.
Recuerdo una vez, cuando era pequeña, que llegó a casa con una caja de zapatos llena de gusanos de seda. Eran minúsculos y raquíticos. Todos los días se iba en busca de hojas de morera, con su caja a cuestas. Allí donde iba ella, se llevaba sus gusanos. Los sacaba de la caja, se los ponía en la mano, los colocaba en fila... Alguna vez la encontré con el brazo lleno de gusanos. «¡Son pulseras vivientes, mamá, mira!», me decía.
Poco a poco, cada gusano fue haciendo su capullo. Le expliqué que de ahí se sacaba la seda, y ella se quedó maravillada. Dijo que eran los animalillos más fantásticos del mundo. No le conté que cuando se abriera el capullo, el gusano se habría convertido en mariposa, quise mantener la emoción para que se llevase una grata sorpresa.
El día que abrió la caja y se encontró tres mariposas revoloteando, tiró la caja por los aires y se puso a gritar como una loca. Por más que lo intenté, no supe cómo consolarla. Me sentí culpable por no haberla advertido, olvidé que quizá era demasiado pequeña. Dijo que odiaba a las mariposas, que eran insectos asquerosos con alas y se habían comido a sus gusanos. Más tarde comprendería la verdad, y nos reiríamos millones de veces recordando esta historia.
Siendo ya una adolescente, observé que todavía les guardaba rencor a las mariposas. Nunca lo admitía, pero era acercarse una, por muy blanca y bonita que fuese, y Marta salía despavorida como si de una avispa se tratase.
Tenía diecisiete años cuando llegó a casa un día, muy eufórica, y me contó que miles de mariposas revoloteaban en su estómago. Rubén, un chico de su clase, era el dueño de todas ellas. El día que Marta le contó a Rubén su efímera historia con los gusanos de seda y su atropellado encuentro con las mariposas, éste, no pudo parar de reír. Al día siguiente, Marta se presentó en casa con una mariposa de papel en la mano, que él le había fabricado. No dejaba de observarla, embobada, parecía como si creyese que en cualquier momento echaría a volar. Quizá ya lo hacía por dentro, en su corazón.
Durante todos estos años, Rubén le ha ido regalando mariposas de papel, casi me atrevería a decir que una por mes, de todos los colores, tamaños y texturas. Más de cincuenta mariposas que ahora reposaban en una caja, en una habitación de hospital, sobre su regazo; esperando a que él despierte y poder retomar su vuelo.
Yo no me atrevía a romper ese silencio, me limitaba a permanecer a su lado, callada. Hay dolores del alma que ni siquiera una madre puede calmar. La mía, discordando con la suya, rebosaba de felicidad. Hubiese querido no sentirme así y compartir más parte de su sufrimiento, pero en mi corazón prevalecía la dicha de no haberla perdido, de que ese trágico día el destino hubiese tenido otros planes para ella y decidiera no subirla en el coche de Rubén.
El día que él despertó, ella se había quedado dormida sentada a su lado, como siempre, con su caja de mariposas en el regazo. Fue la madre de Rubén quien se dio cuenta; nos abrazamos, lloramos, gritamos, llamamos a las enfermeras. Rubén nos observaba como hipnotizado, asustado. Los médicos desalojaron la habitación, querían hacerle un examen.
Quiso el destino ese día, romperle el alma a Marta en mil pedazos. Nunca la había visto tan desolada, ni siquiera cuando le dijeron que había entrado en coma; ahí, al menos, le quedaban esperanzas. Cuando los médicos nos comunicaron el parte, Marta no pudo más, se acercó a Rubén que la miraba fijamente, le dio un beso en los labios, puso la caja en la cama, a su lado, sacó la primera mariposa que le regaló, y posándola en su mano le dijo: «Algún día, a pesar de lo que dicen los médicos, puede que vuelvas a sentir sus alas en tu corazón»
Al salir del hospital, compró un ramo de flores y me pidió que la llevara al lugar del accidente. Le dije que eso no estaba bien, que Rubén no había muerto, tan sólo habían muerto sus recuerdos. «No son para Rubén, mamá, son para las mariposas»
Ironías de la vida, cuando nos bajamos del coche y nos acercábamos al sitio del accidente, mientras yo observaba algunos restos de cristales que se habían quedado olvidados en el suelo, Marta observaba el ramo de flores que llevaba abrazado, con mucha atención. Una mariposa blanca se había posado en una de ellas. Esta vez no se asustó. No gritó. Esta vez sonrió, la contempló y lloró. Quiso el destino, tal vez, devolverle la esperanza.
Me encanto... no sabia como entender una historia similar. Gracias Dios te bendiga.
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