Caramelos de menta
Buscó en su bolsillo el tacto del envoltorio, recorrió con los dedos su forma, la textura rígida y crujiente del papel. Podía imaginar el sonido que haría al desenvolverlo, pero no oírlo dentro de aquel vagón atestado de gente, ni con el ruido estridente de los railes. Era un convoy de los antiguos, de esos con las luces en agonizante parpadeo. Siempre tuvo miedo a los túneles del metro. De niño le hizo frente a una pesadilla en la que se encontraba viajando de pie, agarrado firmemente a la mano de su padre, y de pronto frenaba en medio de un túnel, las luces comenzaban a parpadear con más intensidad y por unos segundos se quedaban completamente a oscuras. Al encenderse de nuevo y reanudar la marcha, todo y nada parecía haber cambiado. No sabía especificar por qué, más bien se trataba de una sensación. Y al momento descubría que su mano derecha ya no estaba cogida a la mano de su padre, se había agarrado a una de las barras de sujeción de la puerta de salida. Miraba frenéticamente hacia todas partes, pero su padre no se encontraba allí. Y el resto de pasajeros no parecía percatarse de lo que en ese momento aquel niño estaba viviendo. Ni siquiera si eran conscientes de su propia realidad, tenían una pose rígida, congelada, y ellos, tan inmóviles, le asustaban más que el propio túnel.
El día que se negó, tras el sueño, a acompañar a su padre en metro para visitar a sus abuelos, este le dio un caramelo de menta: «Es para ahuyentar esos malos sueños. Cuando subas, si notas algo raro, te lo metes en la boca, y ya verás que su sabor te hará sentirte tranquilo. En los sueños no hay sabores, y en la realidad yo no tengo intención de desaparecer». Sin embargo, poco tiempo más tarde, desapareció. No por arte de magia, ni como desaparecen los que ya no forman parte de este mundo, sino que cambió de ciudad. Al principio le visitaba todos los fines de semana. Después cuando encontraba un hueco libre, que en realidad eran un par de veces al año. Y, finalmente, porque rehizo su vida y su hijo ya era mayorcito para visitarle si realmente quería –le decía a su ex mujer–, dejó de venir. De ahí, y con el tiempo, sacó que posiblemente los sueños tienen algo de premonitorios. Tal vez uno cuando sueña se adelanta a los acontecimientos. Quizá porque cuando se sueña, uno relaja las partes más escondidas del pensamiento o aquellas que despierto pasan solo de puntillas.
Y allí se encontraba, solo, enfrentando a sus miedos con un caramelo de menta que siempre viajaba en su bolsillo, y el pasamano del vagón en la otra libre. No soportaba el chirrido estridente del roce de las vías que ese día parecía haber alcanzado su cota más alta, y se tapó los oídos. Que el vagón frenara de golpe no estaba previsto, así que perdió el equilibrio y fue a caer encima de los viajeros sentados a su derecha. Se levantó como un resorte antes de ver la reacción de estos, y, cuando se giró para pedir disculpas, la luz parpadeante se hizo oscuridad. Tanteó el bolsillo izquierdo de su abrigo, después el derecho. Nada. Ni rastro del caramelo de menta. El vagón seguía parado y a oscuras. Intentó recuperar la barra donde estaba agarrado al principio, y sintió que una mano le cogía la suya. Trató de soltarse, angustiado, no podía ser la mano de su padre, iba solo. Pero la extraña mano se aferró con más fuerza a medida que él intentaba desasirse. Los dedos que lo sujetaban eran finos y suaves. Con la mano izquierda seguía tanteando su bolsillo. ¡No podía ser! El caramelo seguía sin aparecer. ¿Y si era un sueño? En los sueños, como le dijo su padre aquel día, no hay sabor, pero tal vez tampoco exista contenido en los bolsillos, ni en los cajones de los armarios. Sí, era eso, un sueño. Tenía que serlo. Pero antes lo había palpado.
La propietaria de la mano se soltó, de pronto, al comprobar que la luz se restableció. Momento en el que él reparó en su presencia. Era una mujer joven, de pelo oscuro y mirada intensa que ocultó cuando se cruzó con los ojos de él. Permanecieron en silencio mientras se reanudaba la marcha, agarrados a las barras de ambos lados de la puerta de salida donde se encontraban, él ahora a la izquierda y ella a la derecha, mirando fijamente hacia la puerta o, más bien, estudiándose en el reflejo que el cristal les ofrecía. Abandonaron el vagón en la misma parada y enlazaron los pasillos y escaleras correspondientes a la salida, unas veces caminando uno junto al otro y en otras ocasiones en fila. Pareciera que se seguían. Ya en la calle, a la luz del día, titubearon en la dirección a tomar, como esperando algo que faltaba, o como si temieran que ahí terminarse todo: sin una palabra. Fue entonces cuando ella se dirigió a él y le dio las gracias por dejarla agarrarse a su mano. Tenía miedo, siempre le había asustado la oscuridad y los espacios pequeños, le contó, por eso se ponía justo en la puerta, para salir corriendo la primera. Él no le explicó que tenía miedo a los túneles por culpa de un sueño recurrente que se convirtió en pesadilla, donde siempre desaparecía la mano que lo sujetaba y se perdía en un mundo de extraños que parecían no tener alma ni vida. «¿Te apetece un café o tienes prisa?», se le ocurrió a ella. Y él miró su reloj sin ver la hora porque tan solo era un gesto automático para hacer tiempo y pensar su respuesta. En realidad su madre no le esperaba, no era una visita programada de antemano sino más bien un impulso. Le dijo que sí y entraron en la primera cafetería que vieron a la vuelta de la esquina. Se sentaron el uno frente al otro y mientras removía su café, pensaba dónde había visto antes a aquella chica. A cada minuto que pasaba le resultaba más familiar. Ella tampoco decía nada, bebía pequeños sorbos de su taza, imbuida en sus pensamientos. Tal vez se estuviera preguntando –se dijo él– dónde se habían visto antes. «Me tengo que marchar ya», la escuchó decir. «¿Tan pronto? Ni siquiera hemos conversado». «Toma mi teléfono –se lo anotó en una servilleta– otro día charlamos». Salió a la calle, tras verla desaparecer por el cristal de la puerta. Había olvidado preguntarle su nombre. Miró a ambos lados de la calle pero no encontró un alma, estaba desierta. Se metió las manos en los bolsillos del abrigo y no encontró la servilleta que había doblado cuidadosamente. Dio media vuelta para regresar a la mesa, tal vez la dejó allí sin darse cuenta. Pero no había mesa. No había bar. ¿Dónde estaba? ¿De dónde venían aquellas voces?
Se despertó con un sobresalto. Miró por la ventana, dos coches habían colisionado. El timbre del teléfono le apartó de aquel jaleo matutino en su calle, y al otro lado de la línea encontró a su madre, llamaba desde el hospital: «Nada grave, hijo, un desmayo, pero me ha pillado subiendo las escaleras y me he roto un brazo. De todos modos me van a hacer unas pruebas».
Y allí se encontraba, de nuevo, en aquel vagón, como en una especie de secuela del día de la marmota, con la mano izquierda en el bolsillo, empuñando el caramelo, y la derecha anclada en la barra lateral. Las puertas se abrieron, y entre una marea de pasajeros que salían, la vio entrar, y colocarse al otro lado, el izquierdo, como si esta vez fueran ellos el reflejo al otro lado del cristal. Y entonces lo comprendió, de eso le sonaba, era el sitio donde siempre se ponía, donde tantas veces habían coincido sin apenas prestarse atención, concentrados cada uno en su miedo particular. Se sacó el caramelo del bolsillo y se lo ofreció: «Si tienes miedo, el sabor de la menta te lo hará olvidar». Pensó que no tenía mucho sentido lo que acababa de decir, porque no era así la explicación que su padre le dio, pero no se le ocurrió otra cosa para romper el hielo. Ella le miró con cara entre impasible y de pocos amigos, y no dijo nada; simplemente se giró hacia el otro lado, dándole la espalda. Cuando se abrieron las puertas, salió disparado hacia la escalera mecánica. Recorrió los pasillos a la carrera, avergonzado. «¿Cómo puedo haber sido tan idiota? ¿Un caramelo? ¿Para el miedo?», se torturaba una y otra vez por lo que sentía una torpeza por su parte.
Durante un tiempo se alojó en casa de su madre, para echarle una mano en su día a día tras su desafortunado accidente. Y fue ese el tiempo que tardó en olvidarse de aquel asunto y, a su vez, no cruzarse con la desconocida. Sin embargo, llegó el día en que volvió a toparse con aquella mirada intensa y esquiva, y, azorado, se limitó a contemplar sus propios zapatos. Ya no llevaba caramelos de menta en el bolsillo. Sin darse cuenta desapareció el miedo a aquella pesadilla infantil de perder la mano de su padre. Su último sueño al respecto fue cuando perdió el teléfono de una desconocida que en la realidad le tenía por un pringado. Y lo de palpar el caramelo en el bolsillo, se había transformado más bien en una costumbre o tic, que más tarde pasó a ser el recuerdo de un momento bochornoso con ella. Levantó la mirada del suelo y la posó en el reflejo del cristal de la puerta, con sus pensamientos ahora centrados en preguntarse dónde se habría colocado ella, o si se habría cambiado de vagón al encontrarle. El convoy se paró en la mitad de un túnel. Todo parecía normal, las luces se mantenían encendidas; algunos ni se habían percatado, concentrados en dormir o en sus lecturas; otros, los que sí, se miraban extrañados; pero él sólo reparó en la mano que de pronto se agarró a la suya. ¿Qué crees que está pasando? Parecía querer decir su mirada, porque su boca no dijo nada. «Seguramente esté haciendo tiempo el conductor porque otro tren no ha salido aún de la estación», le explicó él, para que no se preocupara. Cuando el vagón comenzó a moverse de nuevo, ella se soltó.
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