Historia de una azotea





      Solía escucharla con entusiasmo contenido, evitando siempre parecer más interesado de lo que estaba dispuesto a admitir. Ella lo sabía, y estudiaba su rostro, le conocía lo suficiente como para interpretar cualquier imperceptible cambio en su gesto. Pero ese día no había disimulo ni contención, fue directo en sus palabras y parecía molesto con las de ella. Algo había cambiado en su actitud y no entendía el porqué, cuando era él, además, quien elegía ese camino. Se encontraban en la azotea de su edificio. Las vistas desde allí eran magníficas y sus vecinos o no sabían que se podía acceder con las llaves del portal, o eran demasiado remilgados para incumplir las reglas; y el cartel que en la puerta prohibía el acceso si no era en caso de emergencia, les mantenía alejados de allí. Fue él quien descubrió aquel sitio, años atrás, subía a fumar con el pretexto a sus padres de ir a sacar la basura. El día en que la encontró sentada en la escalera con el rímel corrido y levantándose de un salto al ver que se abría su puerta, no pudo evitar mostrarle aquel lugar. Nunca antes habían hablado. Se cruzaban en la escalera o el rellano, conocían la existencia del otro, sus nombres, incluso iban al mismo instituto, pero no compartían amistad ni amigos. En alguna ocasión, la madre de uno le enviaba a la casa del otro a pedir una pizca de harina o de sal, esos pequeños intrusismos cotidianos entre vecinos y que a ellos les hacía morir de la vergüenza: «Por qué tengo que ir yo, pídeselo tú, me da corte. ¿Y no puedo bajar a la vecina del primero? No, esa tiene muy mala pipa y no quiero deberle favores, ¿quieres hacer el favor de ir ya que se me va a quemar el aceite?». Y al final, con más nervios que decisión, se encontraban tocando el timbre y rezando por que no fuera el otro quien abriera la puerta. Sí, se gustaban. Todavía no lo sabían o no era el momento de saberlo, porque cada uno hacía su vida sin pensar en el otro. Pero no podían evitar sentirse incómodos al encontrarse. Y fue aquella noche, después de varios años, cuando ya ni siquiera iban al mismo instituto porque ya estaban en la universidad, cuando se dirigieron la palabra por primera vez, sin referirse a una petición de parte de alguna de sus progenitoras. «¿Estás bien? Sí, no es nada, me has asustado. Lo siento, no esperaba encontrarte en la escalera. Es que… estaba… yo… bueno, tengo que entrar en casa. Voy a bajar la basura, ¿me acompañas y después subimos a la azotea a fumar un cigarro? ¿A la azotea? Sí, nunca has subido, ¿verdad?». Subieron. Y allí comenzó todo. Él le mostró su lugar secreto, y ella se abrió y le contó los suyos, incluso el que se escondía tras las marcas de rímel. Y fueron los años quienes forjaron aquel vínculo entre ellos, la azotea su testigo. Pero jamás permitieron que nada más allá de la amistad enturbiara lo que había entre ellos, ni tampoco hablaban de sus respectivas relaciones con otros. Hasta que llegó el día. Él había conocido a alguien muy especial. Una relación que estaba durando más de lo habitual en él y con quien decidió dar el gran paso. Y fue esta noticia la que lo cambió todo. Ella intentó mostrar normalidad, disimuló para que todo siguiera igual entre ellos. Pero él ya no seguiría como antes: en breve dejaría aquel edificio y se mudaría a su nueva vida. Y así fue.

     Más tarde se mudo ella que, por inercia y porque conoció a alguien especial, decidió dar también el gran paso. Y transcurrieron los años, las felicitaciones de cumpleaños, las de Navidad, las de aniversario, y en el seco tiesto del rincón de la azotea ya no se acumulaban colillas de antiguos cigarros, ni secretos, ni risas, ni complicidad. Y el edificio poco a poco se iba llenando de abuelos y de nietos que subían armando escándalo por la escalera, y de nuevas risas y juegos de calle mientras una mirada observa nostálgica desde la azotea, esperando unos pasos que nunca llegan. Pero un día ocurre y, en la escalera, ella se cruza con quien cree un desconocido: «Eres tú, ¿cuánto tiempo? Sí, mucho, ¿qué es de tu vida? Todo bien, ¿y tú? También, genial. ¿Te apetece tomar algo por aquí al lado? Prefiero un cigarrillo arriba». Y es allí, en aquel momento, en la azotea, donde ella escucha atentamente qué le ocurrió el día que cambió su actitud, el porqué le notó diferente justo cuando le contó que iba a dar aquel paso, el gran paso que lo cambiaría todo, cuando él esperaba que ella le frenara los pies, le pidiera no hacerlo, le mostrara otro camino, el que él estaría dispuesto a tomar si ella se lo pedía. Pero ella no lo hizo. No le pidió tal cosa, le dejó a su aire, aceptó su decisión, y no solo eso sino que le felicitó por ello. Y ya de nada servía lamentarse ni preguntarse qué habría ocurrido si ella no hubiera disimulado, manteniéndose al margen de su decisión… Ni tampoco servía acusarle de no haber sido sincero, o de dar aquel paso entre las dudas y el orgullo. Había triunfado lo imborrable, el poder de un instante al que habían dejado la elección de reconducir sus vidas

      Y sigue pasando el tiempo en aquella azotea donde otro nuevo inquilino descubre sus encantos y, cada atardecer, se encarama a la barandilla con un bloc de dibujo para inmortalizar aquella vista privilegiada desde su edificio. Ajeno a la presencia de un viejo tiesto con dos colillas, último vestigio de otro tiempo.

Comentarios

  1. Sara me ha encantado...Cuanto tiempo sin leerte algo así..

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    1. Me alegra que te haya gustado ^^ fue una idea que tuve de posible novela, pero que he descartado finalmente para no repetirme con historias vecinales jajajajaja y la he convertido en relato.

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