Olores y recuerdos



      Siempre he pensado que los olores transmiten más sensaciones que los sonidos o incluso que las imágenes, nos trasladan desde lo más profundo a ese instante ya vivido. Hoy he tenido una experiencia de esas mágicas con una cazuela que pertenecía a mi abuela. Es una cazuela de madera para hacer ajoblanco (una especie de gazpacho típico extremeño, supongo que también es de otras provincias). Mi abuela tenía una grande, donde habitualmente hacía el ajoblanco, y una pequeñita. Recuerdo que una vez, tendría unos siete u ocho años, me empeñé en hacer un ajoblanco con ella. Una de las normas de hacer ajoblanco, al menos para mi abuela, era no mirar la cazuela mientras la cocinera elabora la masilla, solo ella puede hacerlo. Yo era muy tramposa o curiosa, y mientras ella permanecía sentada concentrada en la cazuela, aparecía yo sigilosa como una sombra y me escondía detrás de su hombro para mirar, intentando tal vez averiguar si se cumplía o no esa extraña regla de estropear el ajoblanco con la mirada ajena. La masilla se elabora a base de ajo machacado y aceite de oliva, y se trabaja con el mortero, haciendo círculos contra el fondo de la cazuela, prácticamente es una alioli el resultado. También recuerdo que al terminar de hacerla, regresaba yo con una rebanada de pan para que con el mortero me pringara masilla en ella, mi frase típica era: ¡¡Abuela, no olvides avisarme antes de poner el caldo, ¿eh?!! (Aunque esa creo que era la época en que la llamaba agüela). ¡Qué bien sabía aquella rebanada! Más de una regañina me he llevado por volver de extranjis a repetir, metiendo una y otra vez el pan directamente en la cazuela y dejar el ajoblanco con un tercio menos de esencia. Pero en aquella ocasión que vengo a contar, yo me senté en una silla, a su lado, con un paño de cocina en el regazo y la cazuela encima, siguiendo los pasos de ella, bajo su atenta mirada. «¡No puedes mirar el mío, agüela, que se emborracha!», era la palabra típica, en vez de que se corta. «Yo puedo mirar los dos para enseñarte», me decía. Y qué orgullosa me sentí cuando vi finalizado mi experimento. Recuerdo que mi abuelo dijo que el mío había quedado mejor que el de la abuela. Seguramente lo afirmó para que me hinchara como un pavo, pero me lo creí y dije que a partir de ese momento yo me encargaría de hacer el ajoblanco siempre. Es extraño, no recuerdo haber hecho ajoblanco en ninguna otra ocasión, y es un plato que me encanta y siempre devoro cuando voy al pueblo. Antes de morir mi abuela, cuando ni siquiera sabía que iba a ocurrir, claro, porque se marchó de forma inesperada, le pedí esa cazuelita donde hice mi primer ajoblanco.

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