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Entre dos copas de vino

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      Si me hubiesen preguntado qué era lo que había visto aquella noche, no hubiese sabido qué responder. Nosotras lo llamábamos noches de cine, y nunca sabíamos qué película íbamos a ver. Si nos distribuían a más de cuatro a lo largo de una mesa, ya sabíamos que allí se iba a montar un buen sarao. Esas eran las pelis de acción, podíamos terminar mezcladas unas con otras, regadas de agua en vez de vino o de cerveza, incluso más de una hecha añicos. Era divertido pero también te jugabas la vida. Las copas de champán eran las que antes solían caer en esas celebraciones y, aunque son insoportables y siempre van presumiendo por su figura fina y delicada, solemos dejarlas creerse lo que quieran. En el fondo nos dan bastante pena, algunas no aguantan nada y se rompen el mismo día de su estreno.        Yo, afortunadamente, soy una copa de vino, y también una enamorada de las películas románticas que, traducido a nuestro cine, son las mesas de dos, incluso a veces de cuatro. Son ses

Historia de una mirilla

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      Por más que intentaba no hacer ruido al subir aquel tramo de escalera, era irremediable, el crujido de la madera me delataba y la vecina del primero derecha abría su mirilla para observarme cada vez que subía a mi piso, situado en el tercero. Nunca había visto su cara. Sabía quién vivía porque Prudencia, la portera,  me había contado, el primer día que me mudé, la vida en verso de todos y cada uno de los vecinos de aquel pequeño inmueble.       Lo formábamos siete vecinos.Prudencia tenía un pequeño apartamento en la planta baja, de cuya puerta de entrada salía un pequeño cubículo con forma de mostrador y que era la portería. En el primero derecha la adicta a la mirilla, una señora viuda de la que no sabía más datos. Enfrente de ella dos jóvenes con los que me habría cruzado, en el año que llevaba aquí viviendo, unas seis veces; y según Prudencia: “Esos dos son pareja, porque dos hombres viviendo juntos ya se sabe…”, decía mientras miraba de reojo hacia la escalera, hacien

Feliz Navidad

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      No soy una gran amante de la Navidad, y no pensaba hacer una felicitación en el blog, porque no me salen las palabras necesarias, peeeero… tras darle unas cuantas vueltas, he pensado que tampoco es justo que quienes lo sois, no recibáis una felicitación por mi parte.       Por ello, a los que las disfrutáis con pasión, a los que comenzáis a disfrutarlas, a los que les importan un rábano pero no por ello se pierden una buena fiesta, y a los que os producen nostalgia, soledad o algún tipo de malestar… para todos y cada uno de vosotros. ¡Feliz Navidad y un año nuevo cargado de sueños y sonrisas!       Y recordad, que el regalo ideal no se vende en el corte inglés ni en ninguna otra tienda, el regalo ideal se encuentra en los sueños. Así que escuchad atentamente a  aquellos que tenéis a vuestro alrededor, porque quizá no es un perfume, una joya, una prenda, o un aparato de última generación con lo que sueñan, a lo mejor sueñan con ser príncipes o princesas de cuento por u

Aquello que olvidé en Kenia

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      Recomiendo no leer este relato sin haber leído los anteriores capítulos: Una puesta de sol El niño guerrero En días de disturbios Una vuelta al principio       Cuando subí al coche le di al conductor la dirección de nuestra antigua casa. Sabía que Paul se enfadaría cuando descubriese que no había entregado la carta de Eva, pero pensé que tampoco tendría por qué enterarse. Y si algún día lo descubría, sería tarde y entendería que lo hice pensando en su bien y el de su familia. Pero… ¿qué estaba pensando? Paul me conocía lo suficiente como para notar en mi cara que le estaba mintiendo, en cuanto me preguntase si la había entregado y le dijera que sí. Tenía que pensar en algún plan mejor, como que la había perdido… pero eso no le impediría volverla a escribir… o tal vez esa fuera la solución, podría reescribirla yo, y zanjar el asunto definitivamente. El trayecto se me hizo muy corto, y mientras pensaba en el asunto de la carta, evité mirar por la ventanilla el recorrido que h

Aquella Navidad...

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      No recordaba cuándo fue la última vez que había creído en la Navidad. No se llevaba bien con el brío que despertaba en la gente aquellas fechas, en las que todo el mundo parecía flotar en una poción mágica de la felicidad, mientras que otros parecían naufragar en silencio, luchando por mantenerse a flote y no quedar sumergidos en una profunda soledad.              Pero aquella Navidad no había comenzado con la misma apatía. Algo dentro le pedía sonreír y compartir su alegría, respirar profundamente cada partícula de aquel aire frío de diciembre, admirar aquellas luces que adornaban su ciudad. Y ese algo que había cambiado su mundo eran los ojos de aquel niño que paseaba arropado en sus brazos, su hijo. Un niño de mirada espléndida que había nacido ese año y que le estaba enseñando una bonita lección. Porque aquello que estaba sintiendo no podía ser otra cosa, debía de ser lo que todos llamaban: “El espíritu de la Navidad”. (Para Elena, espero que te guste y te sirva p

De mentirijillas y chantajes...

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        Hace unas semanas leí en algún sitio, un artículo donde se hablaba de las mentirijillas que los padres decimos a nuestros hijos, y me sentí completamente identificada con el asunto. Trataba sobre cuando nos piden que les compremos cosas, y les decimos que no llevamos dinero, o que a la vuelta se lo compramos, conscientes de que cuando volvamos no lo haremos por esa calle… pero el caso es no caer en la tentación de comprar lo que nos piden, no ceder al chantaje emocional para ahorrarnos llevarlos enfadados por la calle.       El otro día fue mi primera vez como ratoncito Pérez (aunque les haga ilusión, hay que reconocer que  también es una trola que les estamos echando) y no me conformé con dejarle dinero debajo de la almohada, sino que, encima, me permití el lujo de llevar la mentirijilla más allá, y le dejé una minúscula nota firmada por Pérez… Pero es que al día siguiente, no contenta con eso, mientras me ayudaban a hacer la cama del pequeño, que está justo debajo de l

La despedida

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      No sabía en qué momento empezó a formar parte de su vida, pero tenía la impresión de que llevaban juntos desde siempre. Había llegado el momento de dejarla. Estaba siendo uno de los peores retos a los que se había enfrentado, aunque no tenía más remedio si quería progresar en su profesión. Sabía que sería una ardua tarea adaptarse a una nueva vida sin ella, pero sobre todo, sería imposible olvidar su silueta muda en las mañanas frías de invierno, sentado frente a ella, observándola mientras tomaba una taza de té hirviendo que después depositaba en la mesa, a su lado, para pasar sus dedos, ahora templados, sobre ella, que dejaba de estar fría y respondía  a la intimidad de sus dedos a un ritmo pausado en la parte preliminar, y exaltado, furioso y algo enajenado, en aquellos momentos álgidos, en los que su mente era asaltada por ráfagas de imágenes rebosantes de palabras, que formaban  las historias de los personajes que inventaba; transformándose en una extensión de sus manos, un

Aquel viejo parque

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      La última vez que se vieron tan solo eran unos niños, y aunque habían pasado muchos años, en cuanto cruzaron tres palabras se reconocieron. No era fácil hablar a aquella distancia, pero ello no les impidió ponerse al día de todo lo acontecido en sus vidas desde aquel día en que sus caminos se separaron. (Momentos antes)       Sintió un hormigueo en los pies al cruzar aquella calle. Estaba segura de no haber estado nunca en ese lugar, pero todo lo que veía a su alrededor le resultaba extrañamente familiar. Aquel viejo parque donde sus pies la detuvieron, desgastado por el uso del tiempo y cuyos árboles ofrecían una sombra antigua, de historias enredadas entre sus ramas; hizo que Isabel viajase a una época de su infancia que apenas se dejaba vislumbrar en su memoria. Nunca entendió por qué tenía la sensación de haber conocido a alguien a quien no lograba recordar. Guardaba retazos de fotogramas fugaces e inconexos, donde se veía con alguien cuyo rostro se mostraba nebuloso