Entre dos copas de vino
Si me hubiesen preguntado qué era lo que había visto aquella noche, no hubiese sabido qué responder. Nosotras lo llamábamos noches de cine, y nunca sabíamos qué película íbamos a ver. Si nos distribuían a más de cuatro a lo largo de una mesa, ya sabíamos que allí se iba a montar un buen sarao. Esas eran las pelis de acción, podíamos terminar mezcladas unas con otras, regadas de agua en vez de vino o de cerveza, incluso más de una hecha añicos. Era divertido pero también te jugabas la vida. Las copas de champán eran las que antes solían caer en esas celebraciones y, aunque son insoportables y siempre van presumiendo por su figura fina y delicada, solemos dejarlas creerse lo que quieran. En el fondo nos dan bastante pena, algunas no aguantan nada y se rompen el mismo día de su estreno. Yo, afortunadamente, soy una copa de vino, y también una enamorada de las películas románticas que, traducido a nuestro cine, son las mesas de dos, incluso a veces de cuatro. Son ses