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Mostrando las entradas etiquetadas como Cuentacuentos

El último vals

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   ―¿Bailarás conmigo un último vals?    ―Ya sabes que no sé bailar, te pisaré los pies.    ―No lo harás si te dejas guiar. Es muy fácil. Tú mírame a los ojos y escucha la música.     Era “El vals del emperador”, de Johann Strauss, el que ella eligió para aquella ocasión. Al principio de la pieza musical, la suave melodía hacía que sus cuerpos apenas se movieran del sitio. Según avanzaba la marcha en crescendo, sus cuerpos comenzaron a derrochar toda la energía y a desplazarse de un lado a otro con giros y vueltas.     La melodía permanecía de fondo, pero sus oídos ya no la escuchaban. Entre deslizamientos y giros, mantenían sus cuerpos bien sujetos para no dejarlos escapar, sus ojos no paraban de buscarse, y la mente volcada en aquel instante que no querían ver culminar. Aquella era una despedida a lo grande, no habían dejado nada pendiente, nada que les debiera una próxima vez.     Aquel vals de diez minutos parecía querer terminarse cuando los violines hicieron un solo, pr

Aquellos días de verano

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      Nunca volví a tener amigos como los que tuve cuando tenía doce años , decía el estribillo de aquella canción que bailaban sin parar aquel verano, el último que pasarían así, como una piña que había luchado unida, enfrentándose a los límites impuestos por sus padres e incluso los de la propia sociedad.       Contaban por aquel entonces con diecisiete años. Llevaban juntos formando esa piña desde principios de la adolescencia, cuando los cambios hormonales llamaron a sus puertas y los juegos infantiles de pelota, muñecas y calle, pasaron a ser sustituidos por juegos de besos, caricias y alguna que otra gamberrada. Aquel grupo estaba formado unas veces por cinco, otras por seis, pero la base eran cuatro, Rubén, Carlos, Marta y Rebeca.       Seremos amigos para siempre, se prometían dentro del coche que Carlos le había cogido a su padre, sin permiso, divagando sobre el futuro que les esperaba, soñando despiertos a conducir sus caminos de una forma paralela en la que los cuatro si

El beso de Iker

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      La chica apenas reaccionó tras el beso de Iker. Entre emocionada por las lágrimas de él, y perpleja por el arranque que tuvo, sólo se le pasaba por la cabeza lo que a partir de ese momento se le vendría encima, cosa que le hizo reaccionar de una forma un tanto esquiva.       Ella esperaba que todo transcurriese con normalidad, igual que otras veces. Una entrevista calculada y comedida, manteniendo la distancia de seguridad establecida, donde no se apreciase, aparentemente, nada que pudiese relacionar a dos personas como pareja, sino como dos profesionales que están efectuando su trabajo.       Una pregunta inofensiva desencadenó una reacción, quizás, reprimida desde el principio. Fue cuando ella le preguntó por sus sensaciones tras el partido. Sensaciones, bonita palabra, una palabra capaz de liberar todo lo que se tiene dentro, emociones concentradas, lágrimas contenidas, deseos escondidos... y cuando él ya no podía soportar más la presión de su pecho, su corazón, y su ga

El viejo desván

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Once metros pueden parecer miles,  y mil kilómetros pueden ser dos centímetros,  si la unidad de medida es de dos niños que juegan en un desván. Un segundo puede durar un día,  y diez años pueden ser un suspiro, si el reloj que lo vigila lleva el ritmo de aquel lugar. Mil cuentos pueden resumirse en una palabra,  y una mirada entre ellos contar toda una historia,  mientras sus cuerpos se alejan como las partes de un mismo imán. Una foto puede esconder mil instantes,  incluso la esencia de toda una vida,  eso decían aquellos álbumes en la estantería del desván. Un baúl puede contener un valioso tesoro,  y una vieja caja de disfraces guardar las almas  de aquellos niños alegres que jugaban a soñar. Un vaso de agua puede parecer un río,  y un mar ser la lágrima resbalando en la mejilla,  cuando se cierran las puertas de un abandonado desván. (Inspirado en la frase de Fantasmín "Once metros pueden parecer miles" para el cuentacuentos)

Laberinto de palabras

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   ―¡No sé cómo ni dónde, pero acabaré con su vida un día de estos!    ―¿Hablas en serio?    ―¿Es que lo he pensado en alto?    ―Sí, y me tienes intrigadísima.    ―Estoy buscando el titular para un artículo que he escrito. ¿Quieres que te lo lea?    ―Preferiría que hablásemos, hace siglos que no lo hacemos.    ―Yo no tengo esa impresión, hablamos cada día.    ―Pero no me refiero a hablar sin más, me refiero a hablar de verdad, a compartir palabras,  a escuchar con atención lo que nos contamos, a entender lo que queremos decir sin darlo por sentado...    ―Yo hago eso siempre, ¿acaso tú no?    ―Sí, pero quizás deberíamos esforzarnos un poco más.    ―Creo que cuando una cosa tan sencilla como esa requiere un esfuerzo, deja de ser especial o simplemente ha desaparecido la complicidad.    ―¿Tú no la echas de menos?    ―No creo haberla perdido.    ―Yo he estado mucho tiempo a años luz sin darme cuenta, me acostumbré sin más.    ―¿Y por qué yo no me di cuenta?    ―Porqu

Tardes de siesta

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      "El calor hace que las terrazas se llenen y aumente el consumo de cerveza y refrescos. Según una encuesta realizada..." Escuchaba, somnolienta en el sofá, parlotear al presentador del telediario. Me levanté a tomar un vaso de agua fresca para saciar la sed que me había transmitido a modo de publicidad subliminal. Revisé el frigorífico de arriba abajo, pero no encontré ninguna botella dentro. La cubitera estaba guardada sin agua en el congelador, así que me resigné a tomar el agua del tiempo. Al abrir el grifo, un ruido sordo y a trompicones me indicó que habían cortado el suministro. Decidí abrir la ventana, no es que fuera a saciar mi sed, pero de pronto hacía un calor excesivo y noté que sudaba.       Abrí una botella de vino tinto, era el único líquido que encontré en la despensa, a parte del aceite de oliva y el vinagre. Engullí media botella de un trago y habría terminado con ella, si no me hubiese interrumpido el sonido del timbre de la puerta.       Un hombre

Mejor el móvil...

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      Había convertido en batuta la cucharilla del café y con los ojos cerrados, sentada a la mesa de la cocina, siguió el compás de aquella música que sonaba en el despertador de su mesilla en la habitación, a todo volumen.       Mientras se deleitaba con placer en el punto álgido de la melodía, sintió una presencia extraña clavada en su espalda.  Se giró lentamente y fue abriendo los ojos muy despacio, encontrándose de frente con un completo desconocido mirándola fijamente. Soltó la cucharilla del café que cayó al suelo y agarró el cuchillo de la mantequilla ¡Cómo hubiese deseado estar cortando carne en vez de desayunando, y portar un arma mejor!. Fue retrocediendo poco a poco sin perder de vista al desconocido, mientras él no le quitaba ojo al cuchillo. Cuando se vio a la altura del pasillo, corrió hasta su dormitorio y cerró el pestillo por dentro.       Dio unas cuanta vueltas por la habitación, no sabía dónde podía esconderse ni qué hacer, si hubiese  podido pedir un deseo,

El examen...

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" "La frase para empezar la historia de esta semana de El cuentacuentos , no sé para los demás cuentacuentos, pero a mí me ha resultado la más difícil de las que llevo escritas hasta ahora, y eso que la de Fantasmín ya me pareció complicada... pero no me apetecía darme por vencida, así que ahí dejo algo que se me ha ocurrido esta mañana"       Decidí dejarle terminar aquel tema . Lo dominaba a la perfección y se notaba que su explicación era fruto de muchas horas de estudio y duermevela.       Su dicción era rítmica y cadenciosa. Mostraba templanza en cada palabra que pronunciaba y seguridad en lo que exponía. Más que exponerlo, parecía que lo rezaba.       Debía contar con más de treinta y cinco años de edad, seguramente se habría presentado ante este tribunal, para esta prueba oral, infinidad de veces y cada vez que lo hacía pensaba que esa vez sí que sería la definitiva. Quizás ya estuviese al límite de sus fuerzas y su paciencia le pedía tirar la toalla para b

Encadenado

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      L a torre estaba oscura y los grilletes demasiado flojos. El olor rancio de la humedad estancada en la celda y la putrefacción de sus residuos corporales, proporcionaban a su deseo de escapar una relevancia no mayor que la del anhelo de encontrar con vida a su hermana.       No recordaba cuándo fue la última vez que había visto la luz, ni el tiempo que llevaba enclaustrado en esas cuatro herrumbrosas paredes, sin más compañía que las ratas que se hacinaban, cuando el carcelero cerraba la puerta, para compartir su ración diaria que consistía en un plato de papilla viscosa e incomestible y un pedazo minúsculo de pan duro y mohoso. Cohabitaban el resto del día junto a él, deambulando por la celda y acompañando su soledad.       Su cuerpo estaba unido a la pared del fondo mediante una gruesa cadena, cuya terminación amarraba sus tobillos con unos grilletes. Lo único que alimentaba su exigua existencia era saberse vengador de la muerte de sus padres, no le importaba estar pagando po

Roma, París, Nueva York...

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   Roma, París, Nueva York; decía la portada de un catálogo de viajes que algún despistado se había dejado olvidado en el asiento del metro. Lo cogió y se sentó en su lugar. No sabía qué hacer con él así que decidió echarle una ojeada. A esa hora de la mañana el metro no estaba demasiado lleno. La ocupante del asiento de su derecha, dormía plácidamente. Siempre le ha sorprendido observar a la gente que se queda dormida y tiene la capacidad de despertarse justo en su parada. El ocupante de su izquierda devoraba un libro sin levantar los ojos de sus páginas. Él ojeaba el catálogo de viajes, absorto en sus pensamientos. Llevaba un año apático. Se había divorciado hacía ya ocho meses y llevaba todo este tiempo viviendo con sus padres. La casa que adquirió con su ex mujer se había vendido hacía un par de meses, al no tener hijos todo el proceso fue mucho más fácil. Con el dinero que le había correspondido de la venta, estudiaba la posibilidad de comprar de nuevo una vivienda o bien al

“Cazadores de mentes”

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      ― Vamos a jugar a algo . ―Le dijo a su hijo, mientras le colocaba el abrigo y la mochila.       ―Yo no quiero jugar a nada, mamá ¿Tengo que hacerlo?       ―Es algo muy sencillo, Álvaro. Vamos a jugar a que hoy es un día muy especial, empezamos una vida nueva, en una ciudad diferente, vas a ir al colegio por primera vez y harás amigos aquí.       ―Pero mamá, a mí me gustaba nuestra casa, nuestra ciudad, no ir al colegio y sobre todo, jugar con mi hermano.       ―Lo sé cariño y lo siento. Pero las cosas han cambiado y ahora toca adaptarse.       ―¿Y qué pasa con papá y Carlos?¿Ellos no tienen que adaptarse?¿Por qué ellos se quedaron allí?       ―Sí, ellos también tienen que adaptarse, pero a vivir sin nosotros. Es cierto que nosotros nos hemos llevado la peor parte.        ―¿Volveremos a verlos?        ―No lo sé hijo, no lo sé.        ―Te odio mamá, has fastidiado mi vida y la de toda la familia.       Elena vio marchar a su hijo, con lagrimas en los ojos. Sabía que

Cayendo

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Se perdió el fin del mundo, su mundo, decidió cerrar sus puertas y no mirar hacia atrás. Atrás quedaron sus sueños, metidos en las maletas, con las que no viajará más. Mas no quiso contemplar sus recue rdos, había perdido el rumbo, ya no sabía continuar. Continuar dormido o despierto, le producía un desasosiego difícil de soportar. Soportar la soledad siniestra, la pérdida no le dio tregua, le hizo confundir la realidad. La realidad le dio la espalda y naufragando en sus esperanzas decidió no darse una oportunidad. (Inspirado en la frase de Drusylla: "Se perdió el fin del mundo" para El cuentacuentos)

La chica del paraguas rojo

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       La chica del paraguas rojo no podía imaginarse lo que le esperaba a la vuelta de la esquina. De haberlo sabido se habría dado media vuelta y tomado otro camino hacia su casa. O se hubiera detenido a probarse ese precioso vestido azul que había visto en el escaparate de la tienda contigua a su trabajo. También podría haber tomado el café que con tanta insistencia Julio, el mensajero de la oficina, llevaba toda la semana intentando invitarla y que ella, con su natural y tímida sonrisa, tantas veces le había rechazado. O bien podría haber ido a recoger el libro que tenía encargado en la librería de la acera de enfrente y echar un vistazo sobre el mostrador de las novedades.  Pero decidió seguir el habitual camino de regreso a casa. Estaba cansada, había sido una dura jornada de trabajo y una larga semana. Quería aprovechar, ya que había salido tan pronto, los vestigios de luz que a aquella tarde de otoño aún le quedaban, para pasear bajo la fina lluvia.  Por fin era viernes, y e