Donde mueren las mariposas
P ermanecía sentada al lado de su cama desde hacía más de una semana. A menudo le hablaba y le contaba momentos de su vida juntos. Otros, simplemente callaba y le observaba, escuchando el leve ruido del respirador y el monitor. Esos sonidos eran como una especie de cantinela, un murmullo de su interior. Al principio ese rumor la atormentaba. Era el sonido del sufrimiento, del dolor. El recuerdo del momento que, por un descuido que tuvo el conductor del coche que le adelantaba, hizo que el de Rubén saliese despedido de la calzada. Era el sonido de la soledad y el desamparo; pero también de la permanencia y de la esperanza. Recuerdo una vez, cuando era pequeña, que llegó a casa con una caja de zapatos llena de gusanos de seda. Eran minúsculos y raquíticos. Todos los días se iba en busca de hojas de morera, con su caja a cuestas. Allí donde iba ella, se llevaba sus gusanos. Los sacaba de la caja, se los ponía en la mano, los colocaba en fila... Alguna vez la encontré con