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Mostrando las entradas etiquetadas como Relatos

Caramelos de menta

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      Buscó en su bolsillo el tacto del envoltorio, recorrió con los dedos su forma, la textura rígida y crujiente del papel. Podía imaginar el sonido que haría al desenvolverlo, pero no oírlo dentro de aquel vagón atestado de gente, ni con el ruido estridente de los railes. Era un convoy de los antiguos, de esos con las luces en agonizante parpadeo. Siempre tuvo miedo a los túneles del metro. De niño le hizo frente a una pesadilla en la que se encontraba viajando de pie, agarrado firmemente a la mano de su padre, y de pronto frenaba en medio de un túnel, las luces comenzaban a parpadear con más intensidad y por unos segundos se quedaban completamente a oscuras. Al encenderse de nuevo y reanudar la marcha, todo y nada parecía haber cambiado. No sabía especificar por qué, más bien se trataba de una sensación. Y al momento descubría que su mano derecha ya no estaba cogida a la mano de su padre, se había agarrado a una de las barras de sujeción de la puerta de salida. Miraba frenética

Historia de una azotea

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      Solía escucharla con entusiasmo contenido, evitando siempre parecer más interesado de lo que estaba dispuesto a admitir. Ella lo sabía, y estudiaba su rostro, le conocía lo suficiente como para interpretar cualquier imperceptible cambio en su gesto. Pero ese día no había disimulo ni contención, fue directo en sus palabras y parecía molesto con las de ella. Algo había cambiado en su actitud y no entendía el porqué, cuando era él, además, quien elegía ese camino. Se encontraban en la azotea de su edificio. Las vistas desde allí eran magníficas y sus vecinos o no sabían que se podía acceder con las llaves del portal, o eran demasiado remilgados para incumplir las reglas; y el cartel que en la puerta prohibía el acceso si no era en caso de emergencia, les mantenía alejados de allí. Fue él quien descubrió aquel sitio, años atrás, subía a fumar con el pretexto a sus padres de ir a sacar la basura. El día en que la encontró sentada en la escalera con el rímel corrido y levantán

Fondo de armario

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      Discutían acaloradamente el vestido rojo y la falda de vuelo azul, siempre estaban a la defensiva y era el top de seda negro quien mediaba en sus discusiones. Le hubiera gustado ponerse de parte de la falda azul, ya que existía muy buena relación entre ellos, acostumbrados a combinar juntos. Pero esta vez, a pesar de que no soportaba al engreído vestido rojo, no le quedaba otra que darle la razón. Lo que contaba era cierto: existía una crisis fuera del armario. Escuchó la conversación entre su vecino de armario, el blazer negro, un tipo en apariencia bastante estirado pero que en las distancias cortas mostraba su lado amable y cercano, y el vestido rojo. Ambos eran grandes compañeros de fiesta y por todos era sabido que cuando salían juntos, amanecían revueltos. Pues bien, el blazer negro contaba que días atrás salió de fiesta con un vestido en tono dorado de encaje que le había dejado muy tocado. El vestido rojo, al escuchar su confidencia, y pese a que blazer juró y perjur

El plan

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      Había llegado ese día tan temido, mañana se apagaría el sol. «No creas en esas bobadas —decía su amigo—, es sólo un eclipse, no se apagará nada». Pero ella nunca había visto uno y lo cierto era que le intrigaban los rumores que corrían por el colegio. Aquella noche le costó conciliar el sueño. Durante la tarde, impulsados por los temores de ella, no habían parado de darle vueltas a todas las cosas que aún les quedaban por hacer y cómo disfrutarían sus últimos momentos:       —¿Cuánto tardaría la tierra en congelarse? —le preguntó ella.       —No lo sé… tal vez días, supongo.       —¿Por qué no trazamos un plan?       —¿Qué tipo de plan?       —¿Que te gustaría hacer en estas últimas 24 horas de sol?       —Es que no creo que vayan a serlo.       —Pero imagina que lo son.       —Pues… no sé… atiborrarme de dulces hasta vomitar, ver pelis que no me dejan por la edad, coger la moto de mi hermano… ¿y tú?       —No iría a clase mañana, le quitaría la tarjeta a m

Lino

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      Corriendo detrás de la verdad, entendí la teoría de Einstein. Todo empezó la primera vez que se coló en mi terraza. Era el gato de un anciano que vivía en el apartamento contiguo. Nos cruzábamos de vez en cuando en el portal o el rellano, aunque no era muy dado a salir de su casa. Vivía solo con su gato, cuyo nombre averigüé ese mismo día en que se coló, lo ponía en un precioso collar que llevaba, de cuero rojo con algunos adornos y una chapa brillante: Lino se llamaba. Su dueño no era muy hablador, me agradeció que se lo devolviera con un escueto gesto, que interpreté como una tímida sonrisa, y un movimiento de cabeza.       Empezó a ser una costumbre que Lino se colara en mi casa y, al cabo de un tiempo, me había acostumbrado a su presencia. Le cogí tanto cariño que terminé comprándole un comedero especial y un cojín al lado de la ventana. Era donde más le gustaba estar, le encantaba escuchar el sonido de la calle.       Al principio se lo devolvía llamando a su pu

El libro hueco

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            Le miraban por encima del hombro, con ese aire de supremacía que otorga la seguridad de creerse el máximo exponente, el cabecilla, el ídolo que todos admiran. No en vano llevaban en aquella estantería una década, y antes de ocupar aquel sitio fueron exhibidos en escaparates de primera y segunda mano; habían recorrido mundo pasando por infinidad de propietarios y eran solicitados por una gran multitud de lectores. Estaban convencidos de haberse ganado aquel estatus entre la mayoría de los que les rodeaban; respetados y admirados por todos aquellos que gustan de una lectura compleja, de esas que uno se deleita con cada frase, de las que se saborean mejor en la digestión de las palabras o releyendo tiempo después, para encontrar el sentido más profundo que una primera lectura dejó escapar. En definitiva, libros de esos que dicen imprescindibles para poder considerársele a uno lector. Y, como anunciaba al principio, estos le miraban por encima del hombro y le llamaban lib

Allanamiento... o lo que salga

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―¿Por qué me das las llaves si te he pedido un pañuelo? ―Es que me he equivocado, estoy muy nerviosa. ―Tranquiiiiila, que no nos van a cazar. ―¡Abre la maldita puerta de una vez, oigo pasos! ―Si aparece alguien disimulamos y nos enrollamos. ―¡Lo llevas claro! ―No me mires así, en las pelis funciona. ―¿Es tu primera vez o ya eres un experto allanador? ―Es mi primera vez, y que conste que no me gusta nada esto que vamos a hacer. ―A mí tampoco, pero nos ha tocado. ―Al menos me alegro de que nos haya tocado juntos. ―Claro, de enrollarte conmigo para disimular a hacerlo con El brasas, habrá diferencia ¿no?… Al final voy a pensar que se ha hecho el enfermo. ―No seas mal pensada. ―Bueno, corta el rollo y abre. ―Pero dame un pañuelo o un trozo de tela, algo. ―¿Y de dónde quieres tú que saque un trozo de tela? ―Pues del bolso. ―No tengo nada de eso en el bolso. ―¿Se puede saber para qué llevas entonces un bolso, si no llevas lo esencial? ―¿Lo esencial? ¿Y qué puñetas es lo e

Será como una señal

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      Esperaba nervioso, caminando de un lado a otro de la fachada del bar donde se habían citado. Miró el reloj seis veces antes de que ella apareciera y se cruzara con él, sin verla. Nunca se habían visto en realidad, o eso creían. Esta iba a ser la primera vez, aunque, para ser más exactos, el tercer intento. Al cruzarse con ella no reparó en el abrigo rojo que llevaba puesto, ni en cómo le miró disimuladamente entre el hueco que dejaron su mano y el hombro derecho, mientras se colocaba el gorro con las mejillas encendidas. Tampoco descubrió la sonrisa pícara que le provocó descubrir que volvía a consultar su reloj por séptima vez. «¿Cómo podremos reconocernos, me vas a hacer interrogar a toda aquella que me cruce en la calle?» , le había preguntado él en la última conversación que habían mantenido. La primera se produjo unos meses antes, cuando se encontraron en un foro de lectura. A él le apasionaba Delibes y ella era la primera vez que leía a este autor, había comenzado por «

A tres voces

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      El globo rojo trataba de esquivar aquella multitud sobre la acera, y de frenar nuestro paso; un paso que se había convertido en una carrera contra el tiempo. Realmente no tenía prisa por llegar a ninguna parte, pero mi vida era así desde que apareció Lucía, con más sorpresa que júbilo; en mis planes no entraba ser madre tan joven y menos aún tenerlo sola. Pero Lucía no tardó en convertirse en el centro de todo. Aquella tarde me fastidió encontrarme a toda esa gente aglomerada en la acera del teatro. Veníamos de un cumpleaños, y Lucía seguía mi paso a trompicones, como de costumbre. Cuando llegamos a casa me contó que se le había escapado el globo y un señor había prometido guardárselo. Pensé que se lo había inventado, Lucía es así, cree que tiene la capacidad de hablar con la mirada porque siempre me adelanto a lo que quiere antes de que me lo pida. Pero tenía razón, unos días más tarde pasamos por allí y, atado a una barandilla, estaba el globo rojo.       El globo rojo t

Tiempo, ganas... inspiración

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      «No pienses que te voy a pedir perdón, porque no lo haré», le dijo Eltiempo a Lasganas  como broche final de aquella acalorada discusión. Lainspiración había estado pendiente de la conversación sin intervenir, buscando su opinión al margen de ellos para posicionarse de una forma objetiva. Finalmente, antes de que el diálogo quedara en el olvido, decidió hablar:       ―Deberías pedirle perdón a Lasganas . Desde mi punto de vista, ella no es indispensable. Si él prescindiera de ella, ¿crees a caso que tú serías más útil? En mi opinión, iría de cabeza al abandono. Es más, ya lo hemos comprobado otras veces: lo más probable es que buscara a Milexcusas para que le convenciera de que no vale para esto.       ―Pero estarás conmigo ―intervino de nuevo  Eltiempo ― en que sin mí, por mucho que esté ahí Lasganas queriendo tomar el mando, todo quedaría en intención.       ―Me temo que ahí pecas de vanidad. Lasganas tiene suficiente poder como para quitarte espacios en e

El arma no estaba en su sitio

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      Abrió la puerta muy despacio y contuvo la respiración hasta que el pestillo hizo clic a su espalda. Cogió un paraguas que no recordaba haber colgado en aquel perchero y se lo colocó sobre el hombro a modo de bate de beisbol. Cuando sus ojos se acomodaron a la penumbra caminó por la estancia. Por el momento no había signos de que la casa hubiera sufrido un atraco. Todo parecía estar en su sitio y a la vez tenía la sensación de que nada estaba en su lugar. Cuando llegó se había encontrado la puerta abierta y aquello no podía haber sido un descuido suyo, estaba completamente seguro de haber echado la llave. Siempre lo hacía. Por segunda vez esa noche le entraron unas ganas incontrolables de vomitar. Todo le daba vueltas y el silencio de la casa se había convertido en un zumbido sordo para sus oídos. Abrió unas cuantas varillas del paraguas y soltó la vomitona dentro, reaccionando justo a tiempo para no estropear la alfombra. Escuchó un sonido procedente del dormitorio. Miró a su al

Colores difuminados

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      Tenía la sensación de haber escuchado tantas veces esa canción durante la tarde, que me parecía estar atascada en una especie de bucle. Lo cierto era que todo a mi alrededor giraba mientras yo me encontraba en el centro de la pista, bloqueada, inmóvil, con los patines puestos y sin saber si los pies me mantendrían erguida por más tiempo. Me fascinaba ver el deslizamiento y las acrobacias del chico del gorro morado, había estado toda la tarde observándole. Parecía que entre las cuchillas y el hielo tuviera una especie de corriente de aire que le transportara sin necesidad de moverse siquiera.       Decidí imitar sus suaves movimientos. Si había conseguido llegar hasta el centro de la pista sin morder el hielo, podría deslizarme alrededor de ella como los demás o, al menos, eso esperaba; no podía ser tan difícil, hasta los más pequeños lo hacían con agilidad. Mi pierna derecha estaba adelantando un buen tramo a la pierna izquierda, pero un ligero temblor acudió a mis rodillas cuan

Vistas al mar

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      Abrió los ojos al tiempo que escuchó un ruido seco, como de una puerta que se cerraba, acompañado de un rumor rítmico procedente de la ventana. Se incorporó intentando descubrir dónde se encontraba. Al acercarse a la ventana fue acariciada por una brisa que le erizó el vello de los brazos. Cogió una manta que había doblada a los pies de la cama y se la echó sobre los hombros mientras contemplaba aquellas vistas al mar, y una silueta que caminaba a lo lejos bordeando su orilla. Poco después cerró la ventana y volvió a fijarse en la habitación. Estaba decorada de un modo algo rústico y ofrecía un aire como de estar anclado en el tiempo. ¿Qué hora sería? Miró a su alrededor pero no encontró rastro de un reloj. ¿Cómo había llegado a esa habitación? Se miró y vio que sólo llevaba un escueto camisón que recordaba haberse puesto la noche anterior para dormir. Abrió un armario con la idea de encontrar alguna pertenencia que le devolviera un indicio a su memoria. ¿Qué hacía allí? La ropa

Historia de un botón

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       Cada vez que me pongo el abrigo negro y meto la mano en el bolsillo derecho, encuentro el botón que se me cayó aquel día, el segundo desde arriba. Nunca he querido coserlo. Me gusta jugar con él dentro del bolsillo, me hace recordar cómo comenzó todo. Cuando elijo ponerme ese abrigo, siempre te fijas en la ausencia del botón.      La primera vez que notaste su falta, tu frase fue: «¿Sabes que has perdido un botón del abrigo?». Yo, instintivamente, me llevé la mano al bolsillo, como para asegurarme de que se encontraba todavía allí, y contesté: «Sí, lo llevo en el bolsillo, se me acaba de caer en la oficina». Ahí aún no nos conocíamos. Estabas sentado junto a la barra de la cafetería que hay frente al edificio de oficinas donde trabajamos: tú en el departamento de contabilidad de una empresa en la tercera planta, y yo en una correduría de seguros en la sexta. Ni siquiera recuerdo haberte visto antes de aquel día. Llegué tarde a desayunar y el único hueco que encontré libre fue

El tiempo y la luna

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―Donde se confunden relojes con lunas. ¿Recordarás el lugar?    «Cómo iba a olvidarlo», pensaba, recordando aquella pregunta que me había venido tan nítida a la mente. Parecía, incluso, que acababa de escucharla directamente de su garganta, a mi lado, mezclada con el rumor de la marea. O tal vez era el propio oleaje quien me la recordaba.       Había pasado mucho tiempo, demasiado, no recordaba cuánto. De vez en cuando paseaba por aquel lugar y me sentaba a observar la luna, preguntándome si sería él quien lo habría olvidado. Nos despedimos una noche de luna llena. Era tarde, en la playa ya no quedaba nadie y el único chiringuito de la zona acababan de cerrarlo. Cogimos dos tumbonas y las acercamos a la orilla. Nos tumbamos a contemplarla. Ella estaba radiante, con una tonalidad más cálida que otras veces. Dibujaba un camino de luz sobre el agua, que se extendía hasta el horizonte como una alfombra dorada: ―Me pregunto dónde terminará ese camino que ha dibujado en el agua

El caracol y la rana

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―¿A quién besaste tú para convertirte en caracol? ―¿Es que tú besaste a alguien para convertirte en rana? ―Sí, antes era humana. Llamé a un anuncio en el periódico de una vieja hechicera para pedirle consejo. Me dijo que para ser lo que yo quisiera en la vida, debía tomar un brebaje y besar a alguien con una buena posición; de esa forma todo lo suyo pasaría automáticamente a mí y viceversa. Me puse mis mejores galas y me jugué aquella carta a la más grande. Pero aquel príncipe me salió rana. ―¿Y en qué se convirtió el príncipe? ―En comercial, esa era mi profesión. ―Pues yo he sido siempre caracol. ―¿Y te gusta ser caracol? ―No sé si sabría ser otra cosa. ―¿Te gustaría ser rana? Aún me queda una dosis de aquel brebaje. ―¿Qué ventaja tiene serlo? ―Puedes nadar, saltar y ver el mundo desde otra perspectiva… es más cómodo que ir arrastrándose leeeeeentamente. Cazar insectos al vuelo es una práctica divertidísima que ampliará tu círculo social y encima te alimenta. Yo que tú no m

Mesa para dos

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      La chica del kiosco le dio las vueltas del periódico. Aún no había llegado el número 16 de su colección de guerreros de época, le llamaría en cuanto llegase. Había hecho multitud de colecciones de aquel tipo: tanques Panzer, construye un tren de vapor, coches antiguos… Algunas las tenía completas, otras que habían sido descatalogadas se quedaron a medias. Aún así las conservaba porque, a veces, volvían a repetirlas para deshacerse del stock sobrante. El teléfono sonó nada más entrar por la puerta de su casa.       ―Buenos días, llamaba para reservar una mesa para dos.       ―No, se ha confundido, esto es una casa particular.       ―¿No es el 1531265?       ―No, ha cambiado el final, es el 1531256.       ―Perdone.       ―No se preocupe.       Volvió a sonar el teléfono.       ―Hola, soy la del kiosco, nada más irse llegó el coleccionable.       ―Gracias, me pasaré esta tarde a recogerlo.       ―No hay prisa, yo se lo guardo.       ―Gracias, muy amable.       ―De na

Robando el sol

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      Me encuentro en ese lugar donde nace cada día. Llevo años viniendo a este sitio a mirarlo, admirarlo, añorarlo y, por qué no, a robarlo.       ―Te puedo regalar el sol, si lo quieres ―me decía, atrapándolo y enredándolo entre sus dedos, con cuidado, como si temiera que se le fuera a caer.       ―¿Y dónde lo voy a guardar? ―le contestaba yo, sin saber de qué forma corresponder aquella oferta.       ―Pues en un bolsillo ―contestaba ella, sin parar de jugar con aquella esfera luminosa.       Otras veces, mientras nos tumbábamos en el césped, buscaba formas con las nubes y me decía:       ―A ver si encuentras un caracol o un conejo con una piruleta o un sombrero de copa...     Para mí era dificilísimo encontrarlos, pero en cuanto me los señalaba con el dedo y dibujaba su contorno en el aire, se perfilaban perfectamente aquellas formas ante mis ojos.       Fueron los mejores años. Nuestra vida se mecía en el vaivén de las tardes de playa en verano, dormidos sobre la arena co

Miradas

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Harry      Rita no era de esas mujeres que allí donde invaden con su presencia, dejan marcada una estela de expectación. No era como Lili, su amiga, que despertó la curiosidad de James y los cuatro habituales de la barra, con un sólo movimiento de melena. Ella parecía tener la intención de pasar inadvertida. Busqué llamar su atención durante toda la noche, pero prefería ignorarme. Apoyándome en el bastón de su indiferencia conseguí captar la atención de Lili. Fue así como empezó todo y terminó lo nuestro, justo antes de comenzar.       Con el paso del tiempo, Lili consiguió mantener mi voluntad a raya. Me hubiese gustado hacer lo mismo con la de Rita, que por aquel entonces pendía de los labios de James. No fue la primera noche ni la segunda, tal vez ni siquiera la octava, puede que fuera aquella en la que Lili comenzó a fantasear sobre lo nuestro, o quizá no fantaseaba y fuera yo que, sin querer iniciar nada, me dejé llevar invadido por los celos hacia mi amigo. No soporta