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El peso de una carta

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Cap. anterior: Aquello que olvidé en Kenia       Llegamos al aeropuerto de Nairobi a primera hora de la mañana. Habíamos acudido por la muerte repentina del señor Sherman. Un infarto que avisó con un amago semanas antes, se lo había llevado mientras veía la televisión en el salón a altas horas de la madrugada. La señora Sherman se encontraba dormida en la habitación y al levantarse por la mañana lo halló tendido en el suelo. Cuando nos llamó desconsolada para darnos la noticia, tanto Chris como yo estuvimos de acuerdo en que no podíamos faltar. Los Sherman fueron un gran apoyo para nosotros cuando mis padres sufrieron aquel accidente, y ahora la señora Sherman necesitaba el apoyo de todo el que pudiese acudir a su lado.       Encontramos a la señora Sherman bastante demacrada. Habían pasado dos años desde la última vez que nos vimos y sin embargo parecía que por el rostro de aquella señora menuda con pelo blanco, hubiese pasado una década. Sus hijos habían sido mis amigos inseparabl

Entre dos copas de vino

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      Si me hubiesen preguntado qué era lo que había visto aquella noche, no hubiese sabido qué responder. Nosotras lo llamábamos noches de cine, y nunca sabíamos qué película íbamos a ver. Si nos distribuían a más de cuatro a lo largo de una mesa, ya sabíamos que allí se iba a montar un buen sarao. Esas eran las pelis de acción, podíamos terminar mezcladas unas con otras, regadas de agua en vez de vino o de cerveza, incluso más de una hecha añicos. Era divertido pero también te jugabas la vida. Las copas de champán eran las que antes solían caer en esas celebraciones y, aunque son insoportables y siempre van presumiendo por su figura fina y delicada, solemos dejarlas creerse lo que quieran. En el fondo nos dan bastante pena, algunas no aguantan nada y se rompen el mismo día de su estreno.        Yo, afortunadamente, soy una copa de vino, y también una enamorada de las películas románticas que, traducido a nuestro cine, son las mesas de dos, incluso a veces de cuatro. Son ses

Historia de una mirilla

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      Por más que intentaba no hacer ruido al subir aquel tramo de escalera, era irremediable, el crujido de la madera me delataba y la vecina del primero derecha abría su mirilla para observarme cada vez que subía a mi piso, situado en el tercero. Nunca había visto su cara. Sabía quién vivía porque Prudencia, la portera,  me había contado, el primer día que me mudé, la vida en verso de todos y cada uno de los vecinos de aquel pequeño inmueble.       Lo formábamos siete vecinos.Prudencia tenía un pequeño apartamento en la planta baja, de cuya puerta de entrada salía un pequeño cubículo con forma de mostrador y que era la portería. En el primero derecha la adicta a la mirilla, una señora viuda de la que no sabía más datos. Enfrente de ella dos jóvenes con los que me habría cruzado, en el año que llevaba aquí viviendo, unas seis veces; y según Prudencia: “Esos dos son pareja, porque dos hombres viviendo juntos ya se sabe…”, decía mientras miraba de reojo hacia la escalera, hacien

Aquello que olvidé en Kenia

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      Recomiendo no leer este relato sin haber leído los anteriores capítulos: Una puesta de sol El niño guerrero En días de disturbios Una vuelta al principio       Cuando subí al coche le di al conductor la dirección de nuestra antigua casa. Sabía que Paul se enfadaría cuando descubriese que no había entregado la carta de Eva, pero pensé que tampoco tendría por qué enterarse. Y si algún día lo descubría, sería tarde y entendería que lo hice pensando en su bien y el de su familia. Pero… ¿qué estaba pensando? Paul me conocía lo suficiente como para notar en mi cara que le estaba mintiendo, en cuanto me preguntase si la había entregado y le dijera que sí. Tenía que pensar en algún plan mejor, como que la había perdido… pero eso no le impediría volverla a escribir… o tal vez esa fuera la solución, podría reescribirla yo, y zanjar el asunto definitivamente. El trayecto se me hizo muy corto, y mientras pensaba en el asunto de la carta, evité mirar por la ventanilla el recorrido que h

Aquel viejo parque

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      La última vez que se vieron tan solo eran unos niños, y aunque habían pasado muchos años, en cuanto cruzaron tres palabras se reconocieron. No era fácil hablar a aquella distancia, pero ello no les impidió ponerse al día de todo lo acontecido en sus vidas desde aquel día en que sus caminos se separaron. (Momentos antes)       Sintió un hormigueo en los pies al cruzar aquella calle. Estaba segura de no haber estado nunca en ese lugar, pero todo lo que veía a su alrededor le resultaba extrañamente familiar. Aquel viejo parque donde sus pies la detuvieron, desgastado por el uso del tiempo y cuyos árboles ofrecían una sombra antigua, de historias enredadas entre sus ramas; hizo que Isabel viajase a una época de su infancia que apenas se dejaba vislumbrar en su memoria. Nunca entendió por qué tenía la sensación de haber conocido a alguien a quien no lograba recordar. Guardaba retazos de fotogramas fugaces e inconexos, donde se veía con alguien cuyo rostro se mostraba nebuloso

Y de repente un libro...

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      Su vida transcurría pausadamente, tejida entre esquemas básicos que con el tiempo había convertido en un hábito de meticulosa rutina. No solía dejarse llevar por impulsos repentinos, ni corazonadas. Todo medido, todo calculado. Se levantaba cada día exactamente a la misma hora, justo cuando sonaba el despertador, ni un minuto más, ni un minuto menos. Se calzaba las zapatillas, colocadas estratégicamente donde caían sus pies al levantarse. Caminaba hacia la cocina y ponía la cafetera a calentar; mientras se daba una ducha rápida que terminaba con el silbido de la cafetera, matemáticamente calculado. Desayunaba con el albornoz y después se vestía; la ropa metódicamente elegida la noche anterior y colgada con esmero sobre la silla del dormitorio. Cogía siempre el mismo autobús, al que apenas esperaba tres minutos en su parada. A la salida del trabajo, realizaba la compra y volvía a casa a comer. La comida siempre lista para servir, preparada desde la tarde anterior; y después de

Palabras al viento

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      ―Aunque tú no lo creas, el cartero no tuvo la culpa.       ―¿Cómo puedes estar tan segura? Ha dicho que me envió una carta al mes de desaparecer.       ―Porque fui yo quien te ocultó aquella carta. Te vi más animada y pensé que era lo mejor, pero ahora sé que me equivoqué. ―Le comunicó Blanca a su hermana, cuando volvían del cine―. No pensé que fuera a cambiar las cosas, tan solo ponía una frase, decía que ya podía ver. Pensé que eso significaba que lo estaba superando, y como vi que tú también, deduje que sólo te traería malos recuerdos.       ―¿Quién te crees que eres para decidir por mí? Ni siquiera sabes lo que significa esa frase.       María estaba sentada en la sala de lectura de Fnac, cuando Pedro apareció buscándola. Se quedó un rato observando sin ser visto. Ella ojeaba un libro de pinturas sin mucho interés, pues pasaba las páginas demasiado deprisa, sin darle tiempo a observarlas. Cerró el libro y se puso a enrollar un mechón de su pelo en el dedo índice, mientras

Senderos de papel (Cap. X)

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  Rotación       Adela llegó a Madrid al día siguiente. En su buzón encontró un pequeño paquete procedente de Londres, y que por la fecha, debía de llevar allí unos cuantos días. Lo abrió sin mucho interés, imaginando que sería algún catálogo de la publicidad que, de vez en cuando, Israel solía enviarle. Pero lo que encontró dentro fue un libro titulado «Senderos de papel» El autor ¡no podía creerlo! era Israel. En la primera página, donde habitualmente aparece la fecha de edición, editorial o ISBN del libro entre otras cosas, sólo ponía: Edición limitada. Un sólo ejemplar. En la siguiente página había un párrafo manuscrito que decía: «La vida está formada por senderos que se entrelazan. Unos son sólidos como el acero, otros son frágiles como el papel. Los caminos frágiles suelen romperse con facilidad, y nos llevan a constantes idas y venidas; subidas y bajadas; convirtiendo nuestra existencia en un mar de sensaciones.»       El libro estaba impreso como uno de verdad. Hablaba s

Senderos de papel (Cap. IX)

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Una burbuja de aire       Adela quedó convencida con los argumentos que le dio el padre de Israel, y como habían acordado, esperaría a que fuese su amigo quien desvelase el parentesco entre ellos. Habían pasado tres meses desde que se marchó a Londres, y siempre tenía algún imprevisto que le impedía hacer una escapada, así que se planteó la posibilidad de ser ella la que le sorprendiese.       Israel se sentía absorbido por el trabajo. Echaba de menos su vida en Madrid, el clima, sus costumbres, odiaba la comida inglesa y, para colmo de males, llevaba casi tres meses sumergido en una relación que no le llevaba a ninguna parte. Se llamaba Lucia y era española, llevaba un año estudiando en Londres, y la conoció en la cola de unos grandes almacenes al darse cuenta ambos, que llevaban en la mano libros en español, pero no se dijeron nada con palabras, sólo algún gesto con la mirada. Al salir de los grandes almacenes llovía, y cuando ella abrió su paraguas, él, sin pensárselo dos veces,

Senderos de papel (Cap. VIII)

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  En un barco de papel      ―¿Nerviosa? ―preguntó Israel, que había aprovechado la incorporación de Adela a su trabajo, para desearle un buen día.       ―Más de lo que esperaba.       ―Tranquila, todos pasamos constantemente por una primera vez en algo, mi padre el primero.       ―¿Tu padre? ¿Israel estás bien? Sólo una vez me habías mencionado a tu padre, y fue para decirme que no querías hablarme de él… ¿Ha ocurrido algo?       ―No sé por qué he dicho eso… ―contestó Israel titubeando. Era el primer día y a punto estaba de meter la pata―. Es un hombre muy exigente, y aún así siempre ha sido muy considerado en este aspecto… Me ha salido sin pensar.       ―Mi jefe es de la misma opinión, me lo dijo en la entrevista, seguro que se llevarían bien ―Insistió Adela, aprovechando que por fin Israel soltaba prenda sobre un tema prohibido.       ―Pues nada, te dejo no vayas a llegar tarde, mucha suerte. Cuando tengas un hueco escríbeme un correo y me cuentas qué tal te ha ido. Yo tengo… ―Isra

Senderos de papel (Cap. VII)

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Palabras que se queman dentro       Adela siempre había procurado mirar a Israel con los ojos de la amistad, se había convencido de que él no era su perfil ideal, como si aquella norma que le había impuesto a su cabeza pudiera ser aceptada por su corazón sin más; ignorando que los sentimientos no entienden de perfiles, ni de reglas, ni de intención. Estaba acostumbrada a compartir su vida con él, cualquier mínima inquietud que tenía era un buen motivo para llamarle y pasar un buen rato al teléfono, o bien para quedar para tomar algo y pasear las calles de la ciudad. No había un rincón del casco antiguo madrileño, que no tuviese una instantánea, como testigo, de sus encuentros. Sin embargo Israel no actuaba de la misma forma, él guardaba celosamente su intimidad, nunca hablaba de su familia, ni de su vida de antes de conocerse, y esto hacía que siempre quedase entre ellos una pequeña distancia, una muesca en aquella burbuja de cristal que habían construido.       El día que se de

Senderos de papel (Cap. VI)

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Un mundo a medida       El padre de Israel llamó a Adela, para una entrevista, a primera hora de la mañana. Israel sabía que Adela era una mujer valiente, y que no tendría ningún problema para desempeñar el trabajo con calidad y perseverancia. Le dijo a su padre que no se arrepentiría de hacerle ese favor, que si le concedía la oportunidad de entrevistarse con ella, no quedaría defraudado con su recomendación.       El trato pactado con su padre era que, de momento, ella no se enterase de su parentesco. Prefería ocultar por un tiempo la identidad del que, estaba seguro, decidiría ser su jefe. Conocía la personalidad que ella poseía, y no quería restarle el mérito de haber conseguido el puesto por su valía. El carácter de eterna autosuficiencia de Adela, había enseñado a Israel a manejar las situaciones delicadas entre ellos, con habilidad y maestría. Con el tiempo, cuando ella se sintiese segura y reconfortada en su puesto, le explicaría que él tan sólo había sido la vía de contac

Senderos de papel (Cap. V)

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Un mar de lágrimas       Israel permanecía sentado delante de su ordenador mientras su teléfono móvil en modo de vibración, no paraba de retumbar en la mesa. No quería coger la llamada. La pantalla le mostraba que se trataba de Adela y estaba cansado de sus conversaciones, de que pasara la mayor parte del tiempo describiendo encuentros que no eran los suyos, y admirando cada detalle con el que su adorado Marcos le sorprendía a cada instante.       Adela tenía razón en una cosa, Israel le tenía totalmente atragantado: “Que si Marcos dice esto... que si Marcos hace lo otro... mi madre está muy contenta con Marcos y me pregunta por él a todas horas...”. Lo que Adela quizá ignoraba era la naturaleza de esa manía, a veces contenida, hacía su pareja.       No entendía por qué Adela era tan superficial. No estaba seguro si había sido así siempre o se había vuelto de repente. Quizá había estado demasiado ciego dejándose llevar por sus sentimientos. Cuando estaban juntos se olvidaba del

Senderos de papel (Cap. IV)

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Un mundo que se aleja       Adela no entendía por qué Israel se estaba apartando de su vida. Llevaban casi dos años siendo amigos y cada vez le sentía más lejos y distante. Echaba de menos aquellas charlas, cuando iba a recogerla a la cafetería y la acompañaba a casa. Se pasaban horas y horas en su habitación escuchando música, compartiendo sus sueños y liberando sus penas. Aquellos habían sido los mejores momentos de su vida en aquella fría y bulliciosa ciudad.       Ella no había sido la única de la que se había apartado, Israel había abandonado su rincón del parque del Retiro. La música parecía haber alejado el hechizo que se apoderaba de él. De repente se había vuelto un joven ambicioso, y no paraba de ir de un lado a otro buscando financiación y socios, para un nuevo proyecto de negocio. Aquel chico seguía siendo un enigma, a veces sentía que sabía todo sobre él, pero realmente apenas sabía nada sobre su vida, ni su pasado.       Adela seguía trabajando en la cafetería. Ya

Al otro lado

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      Aquel muro le impedía la visión. No se trataba de un muro de ladrillo, ni de cemento; era un muro invisible que se había formado a raíz de sus dudas y sus miedos.       En su lado del muro controlaba su vida a su antojo. Guardaba una distancia prudencial con lo desconocido e imprevisible, y ello le proporcionaba seguridad para tomar sus decisiones. Al otro lado del muro se encontraba todo aquello que consideraba inestable, oculto e incontrolable.       Sin embargo, cada día, se paseaba por las inmediaciones de aquel muro. Era como una tentación que no podía evitar, como una rutina ineludible. A veces sólo se daba una vuelta para asegurarse de que el muro permanecía ahí. Otras daba un paso más, y se ponía de puntillas para asomarse por encima de él. Pensó en abrir un portillo para salir y entrar libremente; pero tenía miedo de que al hacerlo, se quedase abierto y no pudiese recuperar la estabilidad y el confort que le proporcionaba aquel muro, que tanto había tardado en cons