Llevaba días esperándole, aún sabiendo que a veces se retrasaba o incluso jugaba a engañarme, haciendo creer que venía para quedarse y marchándose una semana más para, después, regresar definitivamente con cierto aire burlón, ese tan característico suyo donde no sabes si te espera un día espléndido o si se avecina una buena tormenta. Tal vez era eso precisamente lo que me gustaba de él, esa incertidumbre, el unos días parecerse a su predecesor y sin previo aviso volverse tan gélido como el que le sucede. Ese día quiso aparecer por sorpresa, como le gustaba hacer. A pesar de su apariencia invisible lo sentí llegar; disimulé y me hice la despistada para que no me hiciera la jugarreta de marcharse. Ya estaba disfrutando de su fresca y húmeda brisa antes de dejar caer las primeras hojas. Pronto, un manto tostado haría visible su inconfundible presencia otro año más.