Robando el sol


      Me encuentro en ese lugar donde nace cada día. Llevo años viniendo a este sitio a mirarlo, admirarlo, añorarlo y, por qué no, a robarlo.


      ―Te puedo regalar el sol, si lo quieres ―me decía, atrapándolo y enredándolo entre sus dedos, con cuidado, como si temiera que se le fuera a caer.

      ―¿Y dónde lo voy a guardar? ―le contestaba yo, sin saber de qué forma corresponder aquella oferta.

      ―Pues en un bolsillo ―contestaba ella, sin parar de jugar con aquella esfera luminosa.

      Otras veces, mientras nos tumbábamos en el césped, buscaba formas con las nubes y me decía: 

     ―A ver si encuentras un caracol o un conejo con una piruleta o un sombrero de copa...

    Para mí era dificilísimo encontrarlos, pero en cuanto me los señalaba con el dedo y dibujaba su contorno en el aire, se perfilaban perfectamente aquellas formas ante mis ojos.

      Fueron los mejores años. Nuestra vida se mecía en el vaivén de las tardes de playa en verano, dormidos sobre la arena con la mente en blanco o llena de proyectos. Los olores del césped recién cortado y a tierra húmeda, en aquel parque donde nos gustaba devorarnos hasta con la mirada. Las tardes de domingo y café con tostadas o quizá eran mañanas o las dos cosas, porque a veces amanecíamos en el mismo sitio donde habíamos anochecido.

      Después llegaron otros tiempos menos pausados y más dispersos. Donde cada uno luchaba por tener su parcela y a la vez por recuperar el tiempo que se nos escapaba entre los dedos como puñados de arena en un reloj caprichoso. Un tiempo donde habíamos dejado de ser dos, o mejor dicho, de ser uno. Esperábamos un “más adelante” que todo lo cambiase, que hiciera que la vida volviera a ralentizarse. Pero aquello que deseábamos que sucediese sin saber exactamente lo que era, nunca llegó, o caminaba junto a nosotros mientras lo esperábamos, sin darnos cuenta de que nos acechaba allí mismo, en todos aquellos instantes. 

      Entonces no sabíamos que ya nada volvería a ser lo mismo. No habría ninguna playa esperándonos para cerrar los ojos y escuchar el vaivén de las olas sin pensar en nada o en todo. Ni una parcela de césped donde tumbarnos a mirar las nubes, esas que han vuelto a tener una forma indefinida porque ella no me dibuja sus perfiles con su dedo. Las mañanas de domingo ya no se confundirán más con las tardes, porque el sol dejó de estar en mi bolsillo después de aquel accidente donde, juntos, se apagaron.

Comentarios

  1. Iba escribiendo en mi mente el comentario, no el comentario en sí sino líneas, palabras, era como una amalgama de ellas que, pensaba, ya luego cuando terminase de leer las ordenaría y escribiría. Pero ese final las silenció, las apagó como ese sol eclipsó.
    Queriendo pensar que es ficción te digo que es un bellísimo relato con un final que paraliza, durante un instante uno queda suspendido entre los recuerdos de esos días de domingo. Pero eso quiero, pensar que es ficción.
    Si no lo fue tu relato hizo que ese sol nunca se apague.

    ¡Un abrazo!

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  2. Para mí es ficción, o yo lo creé como ficción, pero puede que alguien se encuentre así, con ese bolsillo vacío de luz y buscándola para robarla en cualquier parte...

    Un abrazo!

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