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Mostrando entradas de marzo, 2011

Ilusiones

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      Llevaba demasiado tiempo apático e indiferente con su entorno, y aquel anuncio en el periódico le dio la respuesta que estaba buscando: “Vendo ilusiones en buen estado por no poder atender”        Esa misma tarde se presentó a recogerlas, el propietario se iba de viaje y sólo podía cargar con las que no tenían raíces allí. No estaba dispuesto a vendérselas a cualquiera, ellas necesitaban a alguien que las manejase con el mimo necesario,  que les prestase la atención suficiente y que estuviera dispuesto a no darles la espalda.       Se las entregó sin necesidad de hacerle ninguna pregunta, era el candidato perfecto para aquellas ilusiones; lo supieron ellas mismas nada más verle entrar por la puerta.

Mi cámara

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      A través de mi cámara el mundo se ve diferente, un pequeño espacio donde queda fuera lo que sin ella veo sin querer mirar. Lo transforma todo en pequeñas piezas de un puzle infinito. Para convertir algo pequeño en algo grande, solo tengo que modificar mi objetivo. Y si lo que quiero es congelar un instante, cambio la velocidad, el tiempo; porque mi cámara no entiende que la tierra gira cada veinticuatro horas. Algunas cosas las hace al revés: si quiero verte, tengo que dejar la luz a mi espalda; y si quiero ver la luz, solo me dejará ver tu sombra. Cuando te acercas ella va perdiendo el foco, me tomo un tiempo para cambiarlo y buscar la nitidez. Cuando te alejas consigue que la distancia me permita ganar terreno, tomar conciencia de lo que de cerca se me escapa.  El resultado no siempre es previsible. Me gusta saber que tu sonrisa será eterna después del clic, y que a tus ojos nunca se les terminará su luz.

Crónica de un calcetín

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     Una vez perdí un calcetín. Muchas veces he perdido calcetines, pero este par era diferente. No tenían nada de particular: eran cómodos, no dejaban marca, aunque tenían unos colores tan llamativos que eran difíciles de combinar. Por este motivo a penas los usaba.  Un día, sin saber cómo, perdí uno de ellos. El otro, el desparejado, se quedó en el cajón esperando a que apareciese su compañero y, aunque no solía usarlos, cada vez que veía al solitario calcetín, me apetecía que estuviese su compañero para poder ponérmelos. Lo busqué por todas partes y en más de una ocasión vacié el cajón, lo ordené y emparejé todos de nuevo; comprobando finalmente que sí,  que seguía desparejado. Cansada de que, al abrirlo, el cajón me recordara la pérdida de su compañero y su inutilidad estando desparejado, decidí tirarlo.       Otro día se me rompió la lavadora, con tan mala fortuna que tuve que jubilarla y comprar una nueva. Cuando el transportista hizo el cambio de lavadoras, observé que en el

Aquella luz al fondo

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      Comenzó a verse luz allá al fondo, solo faltaba un poco más. Entre todos, trabajando juntos, estaban a punto de conseguirlo. Sintió cómo unas manos tiraban de él, a la vez que una fuerza que procedía de las paredes de aquel lugar lo impulsaron hacia fuera. No se resistió y colaboró en su salida. Un grito que le salió ahogado, transformándose en un llanto intermitente, le hizo llenar sus pulmones de aire por primera vez. Era una sensación de libertad que no comprendía, aunque a su vez le asustaba.  Y aquella señora, la que le limpiaba y le vestía, él estaba convencido de que no era la misma. Aunque las voces eran distintas allí fuera, él podía asegurar que no era ella. Tenía frío y miedo, quería volver dentro, al refugio de aquel líquido cálido que le balanceaba, a la luz tenue y rojiza, al murmullo de aquel  latido acompasado. Quería volver a su hogar. Unos nuevos brazos lo arropaban ahora. Comenzó a sentirse tranquilo acurrucado en aquel cuerpo. Su oído recibía un sonido leja

Aquella melodía

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      Escuchaban la melodía lejana que una vez había paseado por sus cuerpos a través de la brisa de sus notas, dejando una leve caricia en sus pieles erizadas. Ahora les mecía entre sus acordes, acompasando su respiración a la cadencia de aquella música que parecía querer colarse entre sus cuerpos, y que al no poder les abrazaba, les envolvía, como una burbuja armoniosa y hermética.       El contacto de sus cuerpos desnudos les había sumido en una especie de sopor del que no querían desprenderse. Ella inhalaba hasta el más ínfimo poro de su piel, cálida, suave. Él recibía su respiración y el roce de su cuerpo, con una apacible sensación de bien estar que se iba transformando en un ligero estremecimiento.       Aquella música había parado de sonar, pero sus cuerpos seguían impregnados con el calor de aquella burbuja, embriagados por la melodía que aún persistía en sus ecos, mezclada con los susurros de su respiración y los latidos que aceleraban el ritmo de aquella tregua libidino

El ladrón de atardeceres

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      Se movía despacio entre la gente, procurando no perder ningún detalle del breve espacio que duraba aquel espectáculo tan mágico, que cada tarde se esfumaba como un susurro entre la tierra y el ocaso. Poseía una colección magnífica de atardeceres. Ninguno igual, todos distintos aún enfocados desde el mismo lugar. Separados por el tiempo,  el clima y adornados por el azar de aquellos transeúntes que se encontraban paseando sin prestar atención a ese día que, sin darse cuenta, se les escapaba.       Recordaba perfectamente qué propósito le hizo parar allí la primera vez, cuando contempló aquel primer atardecer de aquel lugar, sobre el puente de un río. Esperar. No llegó, y sin embargo aquella tarde le pareció más bonita que ningún día. Y siguió esperando hasta que el crepúsculo le dio paso a la penumbra de la noche, atenuada por la luz artificial de las farolas que desfilaban por el puente, ajenas a su mirada. Fue una tarde fría de finales de marzo. Celebró que no llegase, con la