Historia de una mirilla


      Por más que intentaba no hacer ruido al subir aquel tramo de escalera, era irremediable, el crujido de la madera me delataba y la vecina del primero derecha abría su mirilla para observarme cada vez que subía a mi piso, situado en el tercero. Nunca había visto su cara. Sabía quién vivía porque Prudencia, la portera,  me había contado, el primer día que me mudé, la vida en verso de todos y cada uno de los vecinos de aquel pequeño inmueble.

      Lo formábamos siete vecinos.Prudencia tenía un pequeño apartamento en la planta baja, de cuya puerta de entrada salía un pequeño cubículo con forma de mostrador y que era la portería. En el primero derecha la adicta a la mirilla, una señora viuda de la que no sabía más datos. Enfrente de ella dos jóvenes con los que me habría cruzado, en el año que llevaba aquí viviendo, unas seis veces; y según Prudencia: “Esos dos son pareja, porque dos hombres viviendo juntos ya se sabe…”, decía mientras miraba de reojo hacia la escalera, haciendo una mueca con los labios y transformándolos en una línea recta que apuntaba hacia el lado donde había dirigido la mirada. Yo solía evitar ese tipo de conversaciones cuando se acercaba con sus chismes y un trapo para limpiar los buzones, mientras yo sacaba mi correo; pero se ponía tan simpática y servicial: “Espera que ya que lo has abierto aprovecho y te lo dejo reluciente por dentro”, que me daba no sé qué cortarla; y me costaba trabajo luego deshacerme de ella porque me bombardeaba sin parar, como si estuviese hambrienta de conversación me iba siguiendo por todo el portal. A veces me daba miedo de que me siguiese escaleras arriba, por si se metía conmigo en mi casa. Para evitarlo, me quedaba plantada sin subir un escalón. Pero ella lo interpretaba como que no tenía prisa y me invitaba a un café, entonces aprovechaba yo para mirar el reloj y decirle lo tarde que era, o que esperaba una llamada.

      En el segundo vivía un matrimonio con tres hijos adolescentes. Compraron los dos pisos para juntarlos y convertirlo en uno más grande, pero finalmente los volvieron a separar porque se divorciaron. Según dicen las malas lenguas o, mejor dicho, la lengua de Prudencia: “Alguna puerta  han debido de dejar abierta, pues los niños nunca salen por la puerta que entraron…”. A veces me he preguntado si Prudencia tendría cámaras secretas instaladas en los rellanos para controlarnos a todos.



      En el tercero izquierda, justo enfrente de mi puerta, vivía Casilda. Era la única vecina con la que había entablado conversación, aparte de Prudencia. Tenía setenta y tres años, y vivía con un hijo, que debía rondar los cincuenta, al que Casilda se empeñaba en casar con toda mujer que se cruzaba en su camino, aunque su hijo les doblase la edad. “Ha tenido mala suerte el pobre ―me contó el primer día, y cada vez que tenía ocasión―. Tuvo una novia muy guapa cuando era joven, fueron novios durante muchos años, desde que eran unos niños, pero justo cuando decidieron casarse, porque les empezaron a ir bien las cosas, a falta de unos días para la boda, a Encarnita se le paró el corazón mientras dormía. Y Andrés cayó en una profunda depresión de la que le costó levantar cabeza. No volvió a encontrar a otra como su Encarnita”. Casilda se secaba dos lágrimas invisibles con un pañuelo y con un suspiro decía: “Qué le vamos a hacer, así es la vida. Sólo espero que la muerte no me lleve antes de verle acompañado, no puedo dejarle solo”. Y después me miraba fijamente, esperando alguna reacción por mi parte. Pero yo no sabía qué decir, aquel señor podría haber sido mi padre, que buscase a otra más acorde con su edad… Así que, mirando mi reloj para hacer ver que se me había hecho tarde, metía la llave en la cerradura de mi puerta y le decía: “Bueno Casilda, no se preocupe, Andrés ya encontrará a alguien. Lo que debe hacer es salir más y dejarle usted a su aire”. Y entraba en casa precipitadamente, sin darle opción a réplica, porque la siguiente cantinela ya me la sabía de sobra: “Pues tú me recuerdas a Encarnita… Con tu piso y el mío, cuando lo herede Andrés, podéis hacer lo que hicieron los del segundo…". Nunca había hablado con Andrés, se le veía un hombre serio y reservado, y se limitaba a un educado buenos días o buenas tardes, cuando nos cruzábamos. Alguna vez coincidía con ellos en el portal o la escalera, y ahí solía aprovechar Casilda la ocasión para que hablásemos, como una torpe casamentera, pues no se daba cuenta, o no quería darse, de que ninguno de los dos estábamos interesados en conocernos. Y  entonces Andrés me hacía algún gesto de circunstancia que yo correspondía con un “no pasa nada” por lo bajini.

      Un día, aprovechando la intervención de Prudencia en mi quehacer de la correspondencia, le pregunté qué le parecía Andrés. Ella contestó que era un hombre más triste que un entierro y que no podría vivir con un hombre así, que antes se quedaba sola para toda la vida; y que a su marido por mucho menos le había dado puerta. Un rato más tarde me contaría, en un arranque de nostalgia, que fue al revés: su marido la dejó para irse con una mujer más joven, con la que llevaba más de diez años, y cuya relación ella había aceptado a escondidas, pues él no sabía que ella tenía conocimiento de ello, para no quedarse a sus años sola. Pero al final le había perdido. Ese día sentí mucha pena por Prudencia y no me atreví a rechazar la invitación de la taza de café que me ofreció, mientras ella se tomaba una copita de anís: era bueno para los gases, decía, y para entrar en calor. Aunque yo pensé que también para endulzar un poco su corazón.

      Cuando subí a mi casa ya había anochecido, y el crujido de la madera en el rellano del primero, bajo mis pisadas, hizo deslizar la mirilla de la puerta de la derecha: Mercedes estaba al acecho, como de costumbre, y yo no podía entender por qué nunca me había cruzado con aquella mujer. Cuando llegué a mi planta me encontré con Casilda, salía a tirar una bolsa de basura porque su hijo aún no había llegado y tenía restos de pescado, no quería que la casa se le impregnara con aquel olor. Me ofrecí a bajarle la bolsa, no sin antes aprovechar para preguntarle por la vecina del primero, Mercedes, por la que cada vez sentía más curiosidad. Casilda me miró con desconfianza:

      ―¿Qué te ha contado la chismosa de Prudencia? Porque esa de prudencia sólo gasta el nombre.
      ―Nada ―le contesté― sólo que es viuda.
      ―Viuda negra más bien. Su marido murió de una enfermedad rarísima, una especie de parálisis que le fue dejando como un vegetal hasta que expiró… Para mí que le envenenó para buscarse otro.
      ―Nunca la he visto, ¿por qué no sale de casa?
      ―Por vergüenza, supongo. ―Y se metió en su casa entregándome la bolsa de basura y dándome prácticamente con la puerta en las narices.

      Al bajar al contenedor vi que Prudencia estaba cerrando la portería, y me di cuenta de que mi curiosidad se había despertado y no me dejaba tranquila, sobre todo después de observar la reacción de Casilda con mi pregunta: no había sido proporcional a lo que me había contado sobre Mercedes. Allí había gato encerrado y, si estaba en lo cierto, sabía quién tenía las respuestas. Me estaba convirtiendo en una especie de Prudencia a pequeña escala:
      ―Buenas noches, Prudencia, vengo de tirar la basura de Casilda, y ya me ha puesto al día sobre lo de Mercedes ―le dirigí una mirada cómplice de confidencialidad―… Helada me he quedado con el asunto.
      ―¿Casilda te lo ha contado? ―preguntó extrañada―. Lleva años sin mencionar el asunto, ahora actúa como si nunca hubiese pasado.
      ―Claro que me lo ha contado, Casilda y yo solemos hablar mucho de temas personales. También me contó lo de la pobre Encarnita, que en paz descanse. Pero este otro asunto me ha dejado inquieta.
      ―Pues menuda se montó con aquello... cuando se descubrió el pastel.
      ―Ya imagino ―le contesté, más intrigada y nerviosa que nunca, porque no sabía de dónde tirar del farol que me estaba marcando― ¿Y cómo reaccionó?
      ―¿Cuál de ellas?
      ―Pues todas.
      ―Pues imagínate, Mercedes se encerró en su casa hecha polvo, y desde entonces sale bien poco, la verdad. Siempre está observando a través de su mirilla para asegurarse que no sube ni baja nadie cuando sale. A mí me da los buenos días en un susurro, y sale y entra como una bala. Casilda entró en cólera, y después de enterrar al marido se pasó un buen tiempo llamando a su puerta e insultándola. Yo no sé cómo esa mujer no vendió su casa y salió de aquí.
      ―¿Y por qué la insultaba? Bastante tendría la pobre con la muerte del marido. Aunque no la conozco, no creo que ella fuese la culpable de su muerte.
      ―¡Ay chica! Me estás liando, culpable ni culpable… imagínate enterarte de que tu marido se acuesta con tu vecina, veinte años más joven, y encima descubrirlo porque el muy cabrón la ha palmado en el piso de abajo, en su cama… Esa mujer lo que necesitaba era haberse desahogado con su marido, y a falta de ello lo pagó y se desahogó con ella.
      ―¡Claro, por eso la llamó viuda negra! ―resolví triunfal.
      ―¿Pero tú lo sabías o no? Porque se te ha quedado una cara de sorpresa… No me habrás estado sonsacando, porque una es habladora pero honrada, y desde luego no soy de esas chismosas que van por ahí contando los trapos sucios ajenos.
      ―Pues claro que lo sabía, te estaba informando de cómo la llama Casilda: «la viuda negra».
      ―No hace falta que me informes, de eso ya estuvo todo el vecindario al corriente, puso una pancarta colgando desde su terraza del tercero, anunciándolo.
      ―¿Y cuánto hace de eso?
      ―Más de quince años.
      ―Me da pena de Mercedes. No la conozco, pero tuvo que ser muy duro también para ella.
      ―Mira hija, yo ahí no te puedo dar la razón, que no se hubiese metido donde no la llamaban. En este caso siento más pena por Casilda, no puedo evitar comparar su historia con la mía. Pero al menos Fermín está vivo, y yo he podido descargar mi ira con quien debía. Aunque no sirvió de nada, y ya ves que las dos estamos igual de solas, pero se queda una bien a gusto, cuando al menos puede descargarse.

      Al subir las escaleras hice todo el ruido que pude para que Mercedes me oyese y supiera de mi presencia. Por primera vez no me importó que aquella mujer moviera su mirilla para observarme. Me detuve frente a mi puerta descubriendo que no llevaba mi bolso, me lo había dejado sobre el mostrador de la portería. Bajé como una bala y justo cuando bajaba para llegar a la primera planta, vi que se cerraba la puerta de Mercedes. Si no hubiese hecho tanto ruido al bajar, pensé, me habría encontrado con ella de bruces. Mi bolso estaba justo donde recordaba haberlo dejado mientras hablaba con Prudencia. Al subir escuché pasos, un tramo o dos por delante de mí, que  también subían. Aceleré el paso pensando en si sería Mercedes, pues de la calle no habían procedido, aunque tampoco tenía mucho sentido que subiera. Al llegar a mi rellano vi que era Andrés, sacando de su bolsillo la llave para entrar en su casa. En ese momento, al verme, se quedó dudando, como si no se decidiera a introducir la llave en la cerradura. Finalmente se dio la vuelta y se acercó a mí:
       ―Yo no sé lo que te habrán contado, y supongo que me has visto salir del primero. Sólo quiero que sepas que ella no es como la pintan, todos cometemos errores… Mi madre es demasiado mayor, y ha sufrido su parte, no quiero que ahora sufra también la mía.
      ―Por mi quédate tranquilo, yo ni sé, ni he visto nada.

      Y cuando entré en mi casa, al cerrar la puerta detrás de mí, decidí centrarme en mis propios asuntos, como siempre había hecho.

Comentarios

  1. Sara, me encanta la facilidad con la que se lee este relato y la calidez de los detalles, aunque esto último sea algo que te defina. Imagino que tu experiencia en vecindarios peculiares, como los que nos has comentado, te habrá servido de inspiración. Me gustó mucho.

    Un beso.

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  2. Es fácil inspirarse en las historias, cuando se les pone cara a los personajes, sólo tienes que dejarte llevar por lo que te transmiten. Aunque en este caso, me planté mentalmente en una escalera de madera, donde nunca había estado y subí los escalones para ver dónde me llevaban, y de pronto se abrió una mirilla que me inspiró para crear esta historia. Es curioso, más de una vez lo he dicho, a veces aparecen historias en la cabeza, que tienen un esquema concreto, y sabes perfectamente como empiezan y como van a terminar. Esta es de esas otras, en las que me siento frente a un papel en blanco y me pregunto, a ver Sara, qué quieres escribir, y no tengo ni idea. Entonces pongo una frase cualquiera para empezar, y la historia se cuenta sola.

    Un saludo Daniel, y me alegro de que te haya gustado, aunque más aún de que te hayas animado a leerlo, porque pensé que cuando la gente viese el ladrillo tan largo que he escrito, se echarían atrás.

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  3. Cuántos habremos tenido -o tenemos- vecinos así =)
    Yo personalmente ya me lo tomo a coña jajaj a ver qué remedio...
    No es tan ladrillo mujer, se lee muy fácilmente y bastante rapidito
    Me ha gustado mucho! =)

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  4. Me gustó el recorrido en el tiempo a través de tu escalera. Un relato en donde conjugas muy bien lo complicada que hace la vida el ser humano y al tiempo lo entrañable de esos pisos frente a los bloques de hormigón de porterías electrónicas y ascensores en lugar de escalones.

    Buen y feliz comienzo de año!

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  5. Shorby: gracias, lo de ladrillo iba porque en los blogs, normalmente si ves un texto tan extenso, suele dar pereza leerlo... a mí no me pasa, pero sé que suele ocurrir.
    Besotes!!

    Carlos: Feliz año! y tienes razón con lo de los bloques pequeños, producen cierta calidez... aunque también depende de cómo sean los vecinos, a veces es mejor esos bloques enormes y el anonimato jejeje. En cuanto a los ascensores... también tienen su aquel, no? seguro que se nos pueden ocurrir un montón de historias dentro.
    Un saludo, malagueño.

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