¿Quién se ha comido mi tiempo?


      Llevo unos años pensando que cuando se acaba el verano, empieza la Navidad, y que cuando se acaba la Navidad, empieza el verano. Como si para mí no existieran cuatro estaciones. Siento que un año son seis meses y quizás mañana, sin darme cuenta, cumpla setenta años.

      Recuerdo los veranos de pequeña. Eran interminables. Me daban las vacaciones del colegio y, para mí, era como si la mitad del año fueran vacaciones y la otra mitad colegio. Esas horas de siesta interminables, con las calles del pueblo vacías, el sonido de las chicharras y demás insectos entre la maleza de los solares sin edificar. Terminaba de comer y aún me quedaban un millón de horas para jugar, pintar, soñar… Después de ese millón de horas, todavía me quedaba otro tanto después de la cena. Allí me reunía, en el frescor de la calle y las sillas en la puerta, con todos mis amigos, arropados por ese manto negro de estrellas; a seguir jugando, inventando y soñando con todas las miles y miles de cosas que me quedaban por hacer en ese interminable verano.

      Ahora, llega el verano, y entre planificar dónde endoso a los niños para trabajar, y si no trabajo, cómo hago para ocupar el día sin que se aburran, ni pongan la casa patas arriba, ni se peleen… se van pasando los días, y si ayer era junio y hoy es agosto, mañana será septiembre. ¿Y qué ha pasado con el verano? Que nos lo hemos ventilado y no ha quedado ni un rastro que marque un antes y un después.

       He escuchado decir, a varias personas mayores de 80 años, que se acordaban perfectamente y con total nitidez de su vida en la infancia, y, sin embargo, no recordaban con tanto detalle la vida adulta. Quizás en ese empeño que tenemos los adultos de planificarlo todo, de estar más pendiente de lo que tenemos que hacer mañana que de disfrutar lo que estamos haciendo ahora, hacemos una especie de desfragmentación del disco duro y simplemente vamos rellenando huecos vacíos. Y quizás son eso, tiempos vacíos sin nada destacable que recordar de ellos.

      Me preocupa que mis hijos, siguiendo mi ritmo frenético de rellenar huecos, pierdan su infancia sin retener la esencia de su niñez. No puedo regalarles el ruido silencioso de las chicharras, ni el manto negro de estrellas de las noches de sillas y juegos de calle. Sólo les puedo regalar el tiempo para jugar a su aire, para inventar, para soñar.

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