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Mostrando entradas de 2010

Feliz Navidad

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      No soy una gran amante de la Navidad, y no pensaba hacer una felicitación en el blog, porque no me salen las palabras necesarias, peeeero… tras darle unas cuantas vueltas, he pensado que tampoco es justo que quienes lo sois, no recibáis una felicitación por mi parte.       Por ello, a los que las disfrutáis con pasión, a los que comenzáis a disfrutarlas, a los que les importan un rábano pero no por ello se pierden una buena fiesta, y a los que os producen nostalgia, soledad o algún tipo de malestar… para todos y cada uno de vosotros. ¡Feliz Navidad y un año nuevo cargado de sueños y sonrisas!       Y recordad, que el regalo ideal no se vende en el corte inglés ni en ninguna otra tienda, el regalo ideal se encuentra en los sueños. Así que escuchad atentamente a  aquellos que tenéis a vuestro alrededor, porque quizá no es un perfume, una joya, una prenda, o un aparato de última generación con lo que sueñan, a lo mejor sueñan con ser príncipes o princesas de cuento por u

Aquello que olvidé en Kenia

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      Recomiendo no leer este relato sin haber leído los anteriores capítulos: Una puesta de sol El niño guerrero En días de disturbios Una vuelta al principio       Cuando subí al coche le di al conductor la dirección de nuestra antigua casa. Sabía que Paul se enfadaría cuando descubriese que no había entregado la carta de Eva, pero pensé que tampoco tendría por qué enterarse. Y si algún día lo descubría, sería tarde y entendería que lo hice pensando en su bien y el de su familia. Pero… ¿qué estaba pensando? Paul me conocía lo suficiente como para notar en mi cara que le estaba mintiendo, en cuanto me preguntase si la había entregado y le dijera que sí. Tenía que pensar en algún plan mejor, como que la había perdido… pero eso no le impediría volverla a escribir… o tal vez esa fuera la solución, podría reescribirla yo, y zanjar el asunto definitivamente. El trayecto se me hizo muy corto, y mientras pensaba en el asunto de la carta, evité mirar por la ventanilla el recorrido que h

Aquella Navidad...

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      No recordaba cuándo fue la última vez que había creído en la Navidad. No se llevaba bien con el brío que despertaba en la gente aquellas fechas, en las que todo el mundo parecía flotar en una poción mágica de la felicidad, mientras que otros parecían naufragar en silencio, luchando por mantenerse a flote y no quedar sumergidos en una profunda soledad.              Pero aquella Navidad no había comenzado con la misma apatía. Algo dentro le pedía sonreír y compartir su alegría, respirar profundamente cada partícula de aquel aire frío de diciembre, admirar aquellas luces que adornaban su ciudad. Y ese algo que había cambiado su mundo eran los ojos de aquel niño que paseaba arropado en sus brazos, su hijo. Un niño de mirada espléndida que había nacido ese año y que le estaba enseñando una bonita lección. Porque aquello que estaba sintiendo no podía ser otra cosa, debía de ser lo que todos llamaban: “El espíritu de la Navidad”. (Para Elena, espero que te guste y te sirva p

De mentirijillas y chantajes...

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        Hace unas semanas leí en algún sitio, un artículo donde se hablaba de las mentirijillas que los padres decimos a nuestros hijos, y me sentí completamente identificada con el asunto. Trataba sobre cuando nos piden que les compremos cosas, y les decimos que no llevamos dinero, o que a la vuelta se lo compramos, conscientes de que cuando volvamos no lo haremos por esa calle… pero el caso es no caer en la tentación de comprar lo que nos piden, no ceder al chantaje emocional para ahorrarnos llevarlos enfadados por la calle.       El otro día fue mi primera vez como ratoncito Pérez (aunque les haga ilusión, hay que reconocer que  también es una trola que les estamos echando) y no me conformé con dejarle dinero debajo de la almohada, sino que, encima, me permití el lujo de llevar la mentirijilla más allá, y le dejé una minúscula nota firmada por Pérez… Pero es que al día siguiente, no contenta con eso, mientras me ayudaban a hacer la cama del pequeño, que está justo debajo de l

La despedida

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      No sabía en qué momento empezó a formar parte de su vida, pero tenía la impresión de que llevaban juntos desde siempre. Había llegado el momento de dejarla. Estaba siendo uno de los peores retos a los que se había enfrentado, aunque no tenía más remedio si quería progresar en su profesión. Sabía que sería una ardua tarea adaptarse a una nueva vida sin ella, pero sobre todo, sería imposible olvidar su silueta muda en las mañanas frías de invierno, sentado frente a ella, observándola mientras tomaba una taza de té hirviendo que después depositaba en la mesa, a su lado, para pasar sus dedos, ahora templados, sobre ella, que dejaba de estar fría y respondía  a la intimidad de sus dedos a un ritmo pausado en la parte preliminar, y exaltado, furioso y algo enajenado, en aquellos momentos álgidos, en los que su mente era asaltada por ráfagas de imágenes rebosantes de palabras, que formaban  las historias de los personajes que inventaba; transformándose en una extensión de sus manos, un

Aquel viejo parque

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      La última vez que se vieron tan solo eran unos niños, y aunque habían pasado muchos años, en cuanto cruzaron tres palabras se reconocieron. No era fácil hablar a aquella distancia, pero ello no les impidió ponerse al día de todo lo acontecido en sus vidas desde aquel día en que sus caminos se separaron. (Momentos antes)       Sintió un hormigueo en los pies al cruzar aquella calle. Estaba segura de no haber estado nunca en ese lugar, pero todo lo que veía a su alrededor le resultaba extrañamente familiar. Aquel viejo parque donde sus pies la detuvieron, desgastado por el uso del tiempo y cuyos árboles ofrecían una sombra antigua, de historias enredadas entre sus ramas; hizo que Isabel viajase a una época de su infancia que apenas se dejaba vislumbrar en su memoria. Nunca entendió por qué tenía la sensación de haber conocido a alguien a quien no lograba recordar. Guardaba retazos de fotogramas fugaces e inconexos, donde se veía con alguien cuyo rostro se mostraba nebuloso

Testigo silencioso

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      Aquel silencio se convirtió en un mudo tratado de nostalgias, donde todo quedaba en aquel color sepia de las imágenes que guardó en la vieja caja de galletas, que durante años había reposado sobre la alacena, y que ahora dejaba en su maleta.       La casa conservaba el olor de la última taza de café que había sido preparada, y el sonido del péndulo de aquel reloj, que colgaba allí desde tiempos inmemorables, se mezclaba con sus propios sonidos internos, los del recuerdo, los de las risas mudas y las palabras sin voz ni aliento, los ojos que miran y ya no ven porque han quedado atrapados en otro tiempo, los del silencio.       Cerró la puerta después de echar un último vistazo a su alrededor, ochenta años de recuerdos grabados en cada poro de aquellas paredes, flotaban como motas de polvo expuestas a la luz. Sabía que esa sería la última vez que vería aquel espectáculo quieto, aquel escenario de representaciones dormidas. Cogió su maleta y se marchó, dejando atrás aquella estru

Y de repente un libro...

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      Su vida transcurría pausadamente, tejida entre esquemas básicos que con el tiempo había convertido en un hábito de meticulosa rutina. No solía dejarse llevar por impulsos repentinos, ni corazonadas. Todo medido, todo calculado. Se levantaba cada día exactamente a la misma hora, justo cuando sonaba el despertador, ni un minuto más, ni un minuto menos. Se calzaba las zapatillas, colocadas estratégicamente donde caían sus pies al levantarse. Caminaba hacia la cocina y ponía la cafetera a calentar; mientras se daba una ducha rápida que terminaba con el silbido de la cafetera, matemáticamente calculado. Desayunaba con el albornoz y después se vestía; la ropa metódicamente elegida la noche anterior y colgada con esmero sobre la silla del dormitorio. Cogía siempre el mismo autobús, al que apenas esperaba tres minutos en su parada. A la salida del trabajo, realizaba la compra y volvía a casa a comer. La comida siempre lista para servir, preparada desde la tarde anterior; y después de

El silencio

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      Ese lugar donde habitamos cuando estamos dormidos, cuando perdemos la consciencia del murmullo que nos rodea. Donde nos refugiamos cuando queremos mirar con atención, como si nos iluminara la visión y, sumergidos en él, nos ayudase a ver mejor.       A veces no sabemos usarlo y en vez de recurrir a él cuando no encontramos las palabras necesarias, nos lanzamos al abismo de las frases sin sentido para envolverlo, sin darnos cuenta que él es más sutil y preciso. No nos encadena como lo hacen ellas, las palabras. Se mantiene esquivo e inconexo.       El silencio puede ser un lugar muy frío y árido, donde cueste permanecer largo tiempo, o donde un instante parezca una larga estancia incómoda. Pero también hay silencios que se transforman en lugares apacibles, donde deseas que se detenga el tiempo para poder recrearte en sus rincones, pasear sus sendas, sentarte en sus parajes más hermosos a observar las vistas, o simplemente descansar entre sus ecos sordos. Cerrar los ojo

Blogplagios

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             Como anuncia el título, sobre ese tema trata esta entrada. Nunca imaginé que el robo de textos pudiera ser tan descarado, pero ayer pude comprobar con mis propios ojos, que hay gente que carece de dignidad en este sentido.       Tengo una amiga a quien le han robado, de momento, más de una decena de textos de su blog, con todos sus puntos y sus comas. Me parece lamentable este asunto, pues los textos de los blogs son gratuitos, están ahí para el disfrute de todos, y lo único que se pide es que si tomas prestado uno, al menos, tener la decencia de decir de dónde lo has sacado o nombrar a su autor, te va a quedar igual de bonito colgado en tu blog, pero el verdadero autor no se sentirá ninguneado.       Intentando meterme en el pellejo de los que hacen esto, sólo llego a esta conclusión: Si a la gente no le gusta lo que escribo, pero a mí me gusta, sigo adelante con mi afición porque me llena; pero si ni a mí me gusta lo que escribo y tuviese que robar textos a

Palabras al viento

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      ―Aunque tú no lo creas, el cartero no tuvo la culpa.       ―¿Cómo puedes estar tan segura? Ha dicho que me envió una carta al mes de desaparecer.       ―Porque fui yo quien te ocultó aquella carta. Te vi más animada y pensé que era lo mejor, pero ahora sé que me equivoqué. ―Le comunicó Blanca a su hermana, cuando volvían del cine―. No pensé que fuera a cambiar las cosas, tan solo ponía una frase, decía que ya podía ver. Pensé que eso significaba que lo estaba superando, y como vi que tú también, deduje que sólo te traería malos recuerdos.       ―¿Quién te crees que eres para decidir por mí? Ni siquiera sabes lo que significa esa frase.       María estaba sentada en la sala de lectura de Fnac, cuando Pedro apareció buscándola. Se quedó un rato observando sin ser visto. Ella ojeaba un libro de pinturas sin mucho interés, pues pasaba las páginas demasiado deprisa, sin darle tiempo a observarlas. Cerró el libro y se puso a enrollar un mechón de su pelo en el dedo índice, mientras

Otro sobre, otro reto...

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       Parecido al reto que nos propusieron en Travesía literaria allá por el mes de mayo, donde teníamos que escribir un relato usando diez palabras obligadas... Nos piden en este caso narrar una escena veraniega con diez palabras prohibidas: VERANO - PLAYA - CALOR - TERRAZA-PISCINA-SOL-BIKINI-BAÑADOR-ABANICO-VACACIONES ... A ver qué sale...             Era una tarde de finales de julio. El astro rey aún amenazaba con fervor, haciendo que los cuerpos tumbados sobre la arena, sufrieran el ardor de sus rayos y fueran impulsados a refrescarse con las aguas saladas de aquel mar que lucía, durante aquella época de estío, sus mejores galas de transparentes olas y refrescantes aguas.       Me encontraba en el mirador de la cafetería del hotel donde me hospedaba. Las vistas eran magníficas, y el aire del ventilador de techo me producía una sensación placentera, frente a la calina que inundaba el ambiente. Decidí unirme a los bañistas y renunciar a mi puesto privilegiado en aquel balcón

La brisa tras su espalda

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      Paseaba por la orilla a diez metros de distancia sin saberlo. Ella comenzó a seguir sus huellas, pisando una tras otra, sin hacer ruido; el murmullo del mar se encargaba de acallar los sonidos de todo cuanto se hallaba a su alrededor. Él no estaba seguro de que ella fuese a aparecer. Ella ahora sí lo estaba, le tenía delante, cortando el viento a su paso.       Él seguía caminando, silencioso, sin mirar atrás, pendiente de cada uno de los movimientos de aquel mar revuelto que, aquella tarde, parecía querer ofrecer su más fría mirada. Ella iba ganando terreno en cada paso y reducía aquella distancia que les separaba. Tan sólo eran segundos, nada en comparación con el tiempo que había pasado desde la última vez, y una eternidad ahora que le tenía tan cerca.       De pronto él detuvo sus pasos. Ella frenó los suyos haciendo un movimiento de negación con la cabeza, no quería que él se volviera para mirarla, sabía que se formaría un muro de cristal entre ellos, ganando así el contr

Mi mayor enemigo

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A veces, intentando salvar los obstáculos que nos coloca la vida, me encuentro de bruces con el mayor de todos ellos, y siento que colisiono contra mi propio yo. Cuando esto ocurre, reconozco en él a mi mayor enemigo, por ser quien mejor me conoce y al que más me cuesta apartar; pues las fuerzas de empuje y resistencia están equilibradas, y tengo que encontrar un punto débil, un mismo talón de Aquiles, antes de que lo haga mi oponente y gane la partida, haciendo que dé un paso hacia atrás. Tiendo a pensar que si me dejo vencer una vez o si encuentra mi debilidad, se hará más fuerte; y cada vez que nos encontremos, me mirará con ojos de invicto, logrando que pierda la confianza y renuncie a mi fortaleza. Por eso no quiero bajar la guardia, tengo que buscarlo antes de que me encuentre desprevenida, porque cuando lo tengo enfrente y sus ojos desprenden duda, siento que ya está vencido.

Senderos de papel (Cap. X)

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  Rotación       Adela llegó a Madrid al día siguiente. En su buzón encontró un pequeño paquete procedente de Londres, y que por la fecha, debía de llevar allí unos cuantos días. Lo abrió sin mucho interés, imaginando que sería algún catálogo de la publicidad que, de vez en cuando, Israel solía enviarle. Pero lo que encontró dentro fue un libro titulado «Senderos de papel» El autor ¡no podía creerlo! era Israel. En la primera página, donde habitualmente aparece la fecha de edición, editorial o ISBN del libro entre otras cosas, sólo ponía: Edición limitada. Un sólo ejemplar. En la siguiente página había un párrafo manuscrito que decía: «La vida está formada por senderos que se entrelazan. Unos son sólidos como el acero, otros son frágiles como el papel. Los caminos frágiles suelen romperse con facilidad, y nos llevan a constantes idas y venidas; subidas y bajadas; convirtiendo nuestra existencia en un mar de sensaciones.»       El libro estaba impreso como uno de verdad. Hablaba s

Senderos de papel (Cap. IX)

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Una burbuja de aire       Adela quedó convencida con los argumentos que le dio el padre de Israel, y como habían acordado, esperaría a que fuese su amigo quien desvelase el parentesco entre ellos. Habían pasado tres meses desde que se marchó a Londres, y siempre tenía algún imprevisto que le impedía hacer una escapada, así que se planteó la posibilidad de ser ella la que le sorprendiese.       Israel se sentía absorbido por el trabajo. Echaba de menos su vida en Madrid, el clima, sus costumbres, odiaba la comida inglesa y, para colmo de males, llevaba casi tres meses sumergido en una relación que no le llevaba a ninguna parte. Se llamaba Lucia y era española, llevaba un año estudiando en Londres, y la conoció en la cola de unos grandes almacenes al darse cuenta ambos, que llevaban en la mano libros en español, pero no se dijeron nada con palabras, sólo algún gesto con la mirada. Al salir de los grandes almacenes llovía, y cuando ella abrió su paraguas, él, sin pensárselo dos veces,

Senderos de papel (Cap. VIII)

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  En un barco de papel      ―¿Nerviosa? ―preguntó Israel, que había aprovechado la incorporación de Adela a su trabajo, para desearle un buen día.       ―Más de lo que esperaba.       ―Tranquila, todos pasamos constantemente por una primera vez en algo, mi padre el primero.       ―¿Tu padre? ¿Israel estás bien? Sólo una vez me habías mencionado a tu padre, y fue para decirme que no querías hablarme de él… ¿Ha ocurrido algo?       ―No sé por qué he dicho eso… ―contestó Israel titubeando. Era el primer día y a punto estaba de meter la pata―. Es un hombre muy exigente, y aún así siempre ha sido muy considerado en este aspecto… Me ha salido sin pensar.       ―Mi jefe es de la misma opinión, me lo dijo en la entrevista, seguro que se llevarían bien ―Insistió Adela, aprovechando que por fin Israel soltaba prenda sobre un tema prohibido.       ―Pues nada, te dejo no vayas a llegar tarde, mucha suerte. Cuando tengas un hueco escríbeme un correo y me cuentas qué tal te ha ido. Yo tengo… ―Isra

Senderos de papel (Cap. VII)

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Palabras que se queman dentro       Adela siempre había procurado mirar a Israel con los ojos de la amistad, se había convencido de que él no era su perfil ideal, como si aquella norma que le había impuesto a su cabeza pudiera ser aceptada por su corazón sin más; ignorando que los sentimientos no entienden de perfiles, ni de reglas, ni de intención. Estaba acostumbrada a compartir su vida con él, cualquier mínima inquietud que tenía era un buen motivo para llamarle y pasar un buen rato al teléfono, o bien para quedar para tomar algo y pasear las calles de la ciudad. No había un rincón del casco antiguo madrileño, que no tuviese una instantánea, como testigo, de sus encuentros. Sin embargo Israel no actuaba de la misma forma, él guardaba celosamente su intimidad, nunca hablaba de su familia, ni de su vida de antes de conocerse, y esto hacía que siempre quedase entre ellos una pequeña distancia, una muesca en aquella burbuja de cristal que habían construido.       El día que se de

Senderos de papel (Cap. VI)

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Un mundo a medida       El padre de Israel llamó a Adela, para una entrevista, a primera hora de la mañana. Israel sabía que Adela era una mujer valiente, y que no tendría ningún problema para desempeñar el trabajo con calidad y perseverancia. Le dijo a su padre que no se arrepentiría de hacerle ese favor, que si le concedía la oportunidad de entrevistarse con ella, no quedaría defraudado con su recomendación.       El trato pactado con su padre era que, de momento, ella no se enterase de su parentesco. Prefería ocultar por un tiempo la identidad del que, estaba seguro, decidiría ser su jefe. Conocía la personalidad que ella poseía, y no quería restarle el mérito de haber conseguido el puesto por su valía. El carácter de eterna autosuficiencia de Adela, había enseñado a Israel a manejar las situaciones delicadas entre ellos, con habilidad y maestría. Con el tiempo, cuando ella se sintiese segura y reconfortada en su puesto, le explicaría que él tan sólo había sido la vía de contac